Morir Mintiendo © Libros I y...

By xantoniaguzman

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🏆 FINALISTA DE LOS PREMIOS WATTY 2021 Entre el amor y la venganza, ¿cuál destruye más? Los padres de Violeta... More

Hasta que la muerte nos separe
Primera Parte
Espígrafe
1. ¿La gente cambia?
2. La Residencia
3. Las cosas cambian. Las personas... no tanto
4. Las Furias
5. Quema
6. Salvación
7. Maldito sea el destino
8. Otra vez sola
9. Expuesta
10. Error tras error
11. Un viaje al pasado
12. Memorias de un engaño
13. Fase 1
14. Conexión y quiebre
15. Cambio de planes
16. De lo que pudo haber sido y no fue
18. Morir mintiendo
Segunda Parte
19. La vida según Dominik Benedict
20. Años de recesión
21. Vivir en la penumbra
22. Las consecuencias de mi odio
23. Palabras para el dolor
24. Anestesia
25. Visitas inesperadas
26. Deseo, parte I
26. Deseo, parte II
27. Sanar las heridas
28. Vuelven a brillar las estrellas
29. El amor más grande y roto
30. Las lágrimas que lloramos
31. El vínculo que no tuvimos
32. Con el paso del tiempo
33. Elegir ser feliz
34. La estrella más grande
Tercera Parte
35. Algo nuevo
36. La cena
37. Nueva York
38. Washington
39. Los Ángeles
40. Libre
41. Inquebrantable
42. Vuelve el invierno
43. Un agujero en el pecho
44. Vivir a medias
45. Medio corazón
46. Aprender a decir adiós
47. Flores entre la nieve
48. Nuestro "para siempre"
49 (final). Un amor que nunca se olvida
Epílogo.- Vivir amando
Los Wattys
Galería

17. El descenso al infierno es fácil

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By xantoniaguzman

A AnnRodd por ser mi inspiración y siempre darme ánimos para que siga adelante 🌟🌻

Violeta

Las semanas pasaron como si fueran segundos; el tiempo parecía diluirse y escurrirse como agua en nuestras manos, pero todo valió la pena. Cuando entramos en la primera semana de verano, sentí que mi cuerpo vibraba con una nueva energía, sabiendo que la estación que me había hecho tan feliz desde que era pequeña ahora también estaba teñida con otro tono, pues Ethan estaba conmigo.

Muchas cosas habían cambiado desde aquella niña que iba a la playa con sus padres y se revolcaba en la arena con el traje de baño empapado, mas no todo siempre era malo. El sol calentaba la acera desde más temprano, la oscuridad se cernía sobre nosotros cada vez más tarde... eso sí, Ethan pronto entraría a clases; eso los dos lo teníamos en cuenta, así que aprovechamos esas últimas semanas de vacaciones lo mejor que se pudo. Risas y nuevos recuerdos fueron creados, y estarían conmigo para el resto de la eternidad, y esos iban a ser los que me acompañaran cuando las tinieblas ingresaran a mi vida. ¿De Dominik? Ni idea; no sabía nada de él desde hace más de un mes, pero ya estaba cansada de buscarlo. Si él necesitaba tiempo, espacio... pues que lo tuviera.

Por la noche la luna llena brillaba espectacular en el cielo negro, inundando la habitación de una maravillosa luz de plata que me hacía sentir como en otro universo. El silencio sólo era roto por el lejano sonido de los autos al pasar, y alguna que otra risa de los peatones que caminaban por las calles con un mundo de infinitas posibilidades por delante. Me removí entre las sábanas, suspirando con la cabeza en las nubes y el corazón en la mano, y sentí completamente la mirada de Ethan sobre mi cara. Parecía que ya nada nos faltaba.

—¿Estás bien? —le pregunte al percibir sus ojos brillantes.

En la penumbra percibí que él asentía. No dije nada más; no supe qué, así que me quedé callada. Ethan seguía mirándome como si fuese lo más hermoso que había visto en su vida, y tuve la sensación de que ese pensamiento, por algún motivo que escapaba a mi razón, me entristecía más de lo que me alegraba. ¿Por qué sería? Sentía aquel río de luz plateada sobre nuestros cuerpos, sobre mi piel pálida y sus ojos negros, y tuve el presentimiento de que debía disfrutar ese momento mientras lo vivía, porque no volvería a repetirse; aún en el mismo lugar, en la misma situación, incluso en el mismo día y bajo las mismas condiciones, este instante era único y no había otro igual.

—Oye.

—¿Sí?

—Que no sé si te lo había dicho, pero... yo también creo que me estoy enamorando de ti —susurré.

—No me lo habías dicho, pero no me molestaría acostumbrarme a que lo digas.

La mañana estaba nublada, pero el cielo parecía insinuar que el sol saldría por la tarde. Había pasado tiempo desde que no pisaba este suelo, pero supuse que no tardaría en acostumbrarme, después de todo, pasé unos años muy lindos en ese lugar. Caminé por la acera hasta que divisé a unos metros más adelante el espeso follaje que ocultaba una mancha de madera azul y terminaciones blancas. Azul bebé, como solía llamarla. Aceleré el paso. Tenía que admitirlo; la casa era preciosa. Jamás me parecieron colores extravagantes, y la arquitectura y estilo antiguo no hacían más que complementarlo.

Suspiré al llegar al frente: esas pequeñas escaleras que ahora lucían tan ínfimas alguna vez me parecieron el más arduo de los caminos. Pensé que era curioso cómo la perspectiva de las mismas cosas difería tanto con el tiempo. Subí con esa idea en mente y, cuando iba a tocar la puerta, me encontré con que ya estaba abierta. Empujé con fuerza, pues solía quedarse atascada en el marco, y apenas estuve adentro un niño pasó corriendo, casi chocando conmigo, muerto de la risa y con una muñeca en la mano. Tras él iba una pequeña que, supuse, estaría intentando recuperar su muñeca.

—¡No corran dentro de la casa...! —gritaba una voz que yo conocía muy bien, y que se acercaba desde la cocina a paso veloz. Al verme se quedó de piedra, parada donde estaba.

—En serio, Camila; eso de dejarse la puerta abierta es una muy, muy mala costumbre —dije con elocuencia. Cuando ella se recuperó del estupor (o del susto que le di, no estoy muy segura), corrió a abrazarme.

—Son los niños, siempre abren cajones, puertas; lo que sea.

—Es peligroso —repliqué—. En el mejor de los casos, lo único que pasa es que uno se les escapa.

—¿Ese es el mejor de los casos? —se burló—. ¿Cuál sería el peor?

—Que entre alguien sin buenas intenciones, si entiendes a lo que me refiero —ella asintió—. Ya sabes, no se puede confiar en nadie.

Creí que me regañaría, como en los viejos tiempos, pero para mi sorpresa ella rio.

—Ay, Violeta. Siempre tan pesimista —me encogí de hombros.

—Eso se aprende, supongo.

—No sabes la alegría que me da que estés aquí —estreché su delgado cuerpo al tiempo que sonreía—. Creí que ya no volvería a verte nunca.

Nunca es demasiado tiempo, ¿no lo crees?

—Precisamente por eso.

Ella sonreía agotada, pero contenta. Muchas veces me había mencionado lo feliz que la hacía este nuevo trabajo. Cuando se lo ofrecí, antes de irme a Europa tantos años atrás, ni yo ni ella creímos que aceptaría, sin embargo, eventualmente lo hizo. Se convirtió en la directora de un nuevo orfanato y, junto con más personas que habíamos contratado a lo largo de los meses, les daban a aquellos pobres niños todo lo que necesitaban: amor, cuidado y confianza, y la seguridad de que les encontrarían una familia que les diese lo mismo. Quise construir un lugar como al que desearía haber ido luego de que mis padres murieran.

Además, Camila tenía corazón de abuela: era demasiado buena como para siquiera pensar que esos niños estuviesen en alguna parte en donde ella no pudiese protegerlos. A pesar de todo, había grandes ojeras bajo sus ojos exhaustos.

—¿Cómo has estado? —me preguntó.

—No ha sido fácil —admití—, pero podría haber sido peor. Tuve ayuda —le dije con elocuencia.

Camila asintió despacio, procesando mis palabras. Hacía años que no la veía.

—Me alegro; lo mereces.

—¿Por qué lo dices?

—Todos merecemos apoyo, Violeta —no estaba tan segura, sin embargo, sonreí para que no pudiese adivinar lo que pensaba. Iba a responder algo, lo que fuera, cuando la misma niña que vi correr hacía un rato se acercó con la muñeca entre los brazos. Se arrimó a Camila y ella le acarició la espalda—. ¿Ves? Te dije que la recuperarías.

La niña asintió y decretó, con voz decidida, pero llorosa:

—No voy a volver a separarme de ella —y corrió de vuelta a la cocina. Me la quedé viendo por un instante, recordando cosas de mi infancia y pregunté:

—Ahora que diriges esto, ¿sigues dándole dulces a escondidas a los niños?

La mujer resopló.

—No, para eso está Mary —no sabía quién era, pero capté la idea

—La niña... ¿recién llegada?

—No, llegó hace meses. Se llama...

—No me lo digas —interrumpí. La mujer me miró arqueando una ceja, esperando alguna clase de explicación—. Los nombres nos vinculan; si me lo dices, me sentiré atada a ella, o a este lugar, y no quiero eso más de lo necesario.

—¿Por qué? —me encogí de hombros.

—Es difícil de explicar.

—No has cambiado tanto como creía.

—¿Qué quieres que te diga? —murmuré con una débil sonrisa—. Los malos hábitos son los más difíciles de quitar.

—Ya; tampoco es que tú te esfuerces demasiado.

Touché.

—Ven, no te quedes ahí. Pasa.

Agradecida, dejé que me guiara por los pasillos que recordaba a la perfección. De alguna extraña manera, era como si todo hubiese cambiado y, al mismo tiempo, no había ninguna diferencia con el lugar que recordaba. Había algunos niños y niñas en la cocina, sentados en la mesa con libros para colorear y un puñado de lápices de cera. Una pequeña sonrisa de nostalgia se formó en mis labios, mientras pensaba en que yo jamás pinté uno de esos libros. Cuando los niños notaron mi presencia me miraron con curiosidad, pero luego vieron a Camila detrás de mí y sus expresiones cambiaron. Sonrieron con familiaridad y saludaron con gestos enérgicos en sus pequeñas manos.

—Te los tienes ganados —le susurré.

—Hago mi mejor esfuerzo porque piensen en mí como alguien en quien puedan confiar.

—Eso siempre se te ha dado bien...

—Hago mi mejor esfuerzo —repitió con un largo suspiro y tomó mi muñeca para apartarme de los niños. No entendí lo que se proponía hasta que bajó la voz y susurró—. La verdad es que las cosas aquí han estado algo difíciles últimamente.

—¿A qué te refieres?

—Llegó un nuevo grupo de niños hace un par de semanas, transferidos de otra ciudad. Por lo que me dijeron, tuvieron muchos problemas para encontrarles un lugar: estaban todos a tope; nadie los recibía. Y ahora aquí... no creo que se estén adaptando muy bien —confesó.

—¿Hace cuánto dices que llegaron? —quise saber. Ella suspiró.

—Dos semanas... casi tres.

—Aún no llevan ni un mes —comenté, más para mí misma—. Dales tiempo, Camila. Tú mejor que nadie sabe lo difícil que es adaptarse cuando vienes de tantos cambios... deben sentir que nadie los quería en ninguna parte, además quién sabe por lo que habrán pasado antes —la mujer asintió—. Dales tiempo, y espacio. Hazles saber que serán bienvenidos en todas las actividades que haces para ellos, cuando estén listos. Y déjalos. Creo que necesitan ordenar sus pensamientos.

No supe de dónde había salido aquel arranque de lo que parecían ser sabiduría y muchos años de experiencia, pero sí supe que estaba en lo correcto. Creo que Camila lo sintió así también, ya que sonrió.

Una idea me asaltó.

—Oye, ¿crees que podría ir a ver mi antiguo cuarto? —la mujer sonrió.

—Por supuesto que sí. Sube, anda, aquí voy a estar —como no me moví, ella añadió—. No te habrás olvidado el camino, ¿verdad?

Sacudí la cabeza saliendo de mi ensimismamiento y me di la vuelta para emprender mi trayecto a las escaleras. Subí escuchando cómo los crujidos de la madera anunciaban que se vendría abajo en cualquier momento, mas yo simplemente me reí ante esto, pues sabía que no sería el caso: había tenido la misma sensación desde la primera vez que subí, pero jamás había ocurrido nada que me hiciera dudar de la firmeza de los peldaños.

Cuando llegué al piso superior caminé directo hasta el final del rellano y, luego de pasar de largo un par de puertas, encontré la que daba a mi habitación. Bueno, mirándola bien, supuse que era difícil llamarla "habitación", ya que en realidad era sólo un espacio de la sala común que quedaba separado del resto por una pared delgada. Ahí sólo cabían la cama y una mesita de noche, no obstante, yo había estado de acuerdo en quedarme ahí y había estado encantada de convertir ese lugarcito en mi espacio. Hice una mueca al recordar los solitarios primeros meses de mi llegada, años atrás cuando no quería encariñarme con nada ni nadie, puesto que todavía sentía miedo de que todo eso fuera un sueño del que un día iba a despertar, de vuelta en la Residencia.

Me volteé cuando escuché la madera crujir bajo los débiles pasos de una niña que se acercaba. La pequeña se quedó de pie en la entrada de la habitación. No se movía, pero tampoco despegó de mí aquella intensa mirada acusadora.

—¿Quién eres? —me soltó—. Y ¿qué haces aquí?

No es que fuera a sentirme intimidada por una niña de, diría, seis o siete años, pero sus ojos bien podrían haberme atravesado. Entre suspiros, murmuré:

—Supongo que esta es tu habitación —la niña no pronunció palabra. Entonces me di cuenta que en una de sus manos sostenía con firmeza y a la vez con cautela un animal de peluche, aunque no pude distinguir bien qué se suponía que era. Fingí como que no me di cuenta—. Me llamo Violeta, ¿y tú?

Lo pregunté, aunque parte de mi no quería saberlo. Como vi que no iba a responder me limité a darme la vuelta y seguí explorando el lugar. Me acerqué hasta la ventana, rememorando todas las noches en que me despertaba presa de alguna pesadilla, o cuando me desvelaba víctima del insomnio, y me quedaba absorta en el follaje oscuro de los árboles en las tinieblas, observando el tenue movimiento de las hojas y las ramas. Moví un tano las cortinas para ver hacia el exterior y pasé la mano por el vidrio.

Cuando llegué a esta casa se me hizo tan difícil abrirme, confiar... estaba tan llena de miedo y dudas, y solo quería volver a lo que había sido cuando vivía con mis padres. Recuerdo que, en un principio, Amber y Scott me preguntaron miles de veces por qué no quería quedarme en una de las habitaciones reales, pero yo ya estaba tan acostumbrada a compartir una misma cama con hasta tres niñas más que estar sola en una pieza para mi me hacía sentir insegura. Dios, cómo me había arruinado La Residencia...

—Tina —me di la vuelta volviendo bruscamente a la realidad.

—¿Cómo?

—Me llamo Tina —le sonreí con amabilidad.

—Dime, ¿te gusta vivir aquí? —Tina abrazó su peluche. Era un oso de piernas y brazos por lo demás largos. Pensé en que yo nunca tuve uno de esos.

Se sentó en la cama y miró al frente.

—Sí —fue un murmullo triste que me llegó al corazón. Me senté en la cama junto a ella sin decir nada y estuvimos ahí durante unos minutos hasta que se animó a hablar de nuevo—. Extraño a mamá. Y a papá.

No supe qué responder. Me pregunté qué habría sucedido, cuál sería su historia, mas no me atreví a formular mis inquietudes en voz alta.

—También yo —contesté simplemente. Eso logró que la niña me mirase con curiosidad—. ¿Te cuento algo? —Tina asintió enérgicamente—. Esta solía ser mi habitación.

—¿Vivías aquí? —preguntó con ambos ojos azules casi saliéndose de su órbita. Reí.

—Sí. Hace muchos años, también viví aquí.

Una expresión extraña se formó en su rostro, como si estuviese atando los hilos sueltos de una gran historia.

—Entonces... ¿eras una huérfana? ¿Cómo yo? No sé qué significa eso, pero es lo que dicen que soy.

No me animé a decirle que en realidad no había orfanato cuando yo vivía ahí, o que había tenido la oportunidad de una nueva familia, ni tampoco a explicarle en qué consistía el término. En el fondo ya debía saberlo, y si no ya lo aprendería más adelante. Así que me limité a responderle:

—Sí. Sí, era tal como tú.

—Debes haber estado triste.

—¿Tú lo estás?

—A veces —aceptó.

Me las ingenié para pensar en algo, hasta que finalmente le indiqué que me siguiera hasta la ventana. Tina se acercó curiosa de saber qué era lo que yo quería mostrarle. Pasé la mirada por el marco de madera hasta que vi los pequeños relieves que estaba buscando y delineé con suavidad las ínfimas letras talladas en una esquina: CC. KC. HA. Esas las escribí una de las primeras noches que llegué aquí. Después, con el paso de los años, había añadido: AS. Y, finalmente, se leía: SS.

Eran las iniciales de todas las personas que había perdido. Mis padres. Hayden. Amber. Scott.

—Estas las hice yo.

—¿Qué son?

—Recuerdos —le respondí. Una "o" de comprensión se formó en sus labios—. Cuando estés triste piensa en estas, y te vas a dar cuenta de que no estás sola.

Me despedí de ella no mucho después y bajé las escaleras crujientes con una rara sensación en el pecho. Abajo Camila, que estaba entretenida viendo jugar a los niños más pequeños, se volteó cuando escuchó mis pasos de vuelta en el primer piso.

—Tramposa —la acusé.

—Veo que conociste a Tina.

—Sí. Es una niña interesante.

—Lo es. Me recuerda a ti, cuando pequeña. Quizás cuando sea grande también va a querer escaparse del orfanato —sonreí. Seguramente las dos pensábamos lo mismo—. No llegó hace mucho, el cambio no debe ser lindo, pero se está acostumbrando.

—Créeme; no fue nada lindo para mí tampoco.

Cuando dije esas palabras mi cabeza ya estaba en las nubes, rememorando la primera vez que escapé de la Residencia por la noche.

Fue poco después de mi llegada; había pasado toda la noche en mi nueva "habitación" despierta, mirando por la ventana desde una pequeña distancia, tapada con las mantas hasta por sobre la cabeza, muerta de miedo y sintiéndome más sola que nunca. Sabía que no lograría nunca acostumbrarme a estar en ese sitio, principalmente, porque me rehusaba a hacerlo. Tenía diez años, mis padres estaban muertos y estaba en una casa que no conocía con gente espantosa.

Tenía diez años cuando decidí que no pasaría otra noche ahí. Luego de que oscureciera, al día siguiente, tomé una bolsa con algo de comer y salí de la casa con lo puesto, pues no tenía mucho más. Esa tarde llovía a cántaros, las calles estaban atestadas de gente corriendo a refugiarse, sin importarles demasiado en mirar hacia abajo como para verme pasar. Cada vez que sonaba un bocinazo, mi cuerpo se sobresaltaba. Poco sabía del mundo y su crueldad, ni tampoco me hubiese imaginado que una sola noche afuera fuese a aplastar mi espíritu para el resto de mi vida, sin embargo, aprendí a la mala manera lo que el mundo puede hacerles a los ingenuos.

Los mendigos me miraban mientras caminaba, me pedían monedas, me preguntaban si estaba perdida... del puro miedo no dije que, la verdad, es que no tenía ni puta idea de a dónde iba. Uno de ellos, de edad avanzada y aliento putrefacto, comenzó a seguirme, mirándome de una forma que no me gustaba para nada. Traté de escabullirme, pero antes de que pudiese empezar a correr, tomó mi pequeño brazo con fuerza. ¿A dónde vas con tanta prisa, ricura?, su respiración me llegó al cuello y me estremecía. Él sonrió al notarlo, y quise golpearlo hasta borrar de su cara esa maldita sonrisa que jamás olvidaría. Como no respondí, él volvió a insistir. ¿Quieres que te lleve a alguna parte? Puedes quedarte conmigo, linda. Me quedé paralizada, pero me obligué a reaccionar cuando sentí su asquerosa mano deslizarse por entre mis piernas. Le pegué el pisotón más fuerte que fui capaz y eché a correr. Anduve sin dirección, mirando atrás cada cinco segundos, doblando por calles que no conocía y que no sabía a dónde me llevarían: sólo quería perderlo de la vista, muerta de miedo de lo que podía hacerme si me encontraba.

Recordé de inmediato los pasos que no tardé en escuchar tras de mí mientras corría. Empezaba a cansarme, y ni siquiera me atrevía a ver quién me perseguía; cuando lo hice, lo único que vi fue una sombra que caminaba con lentitud tras de mí, lo que sólo conseguía espantarme más. Mis piernas ya no querían seguir adelante. Me metí en un callejón y me quedé quieta contra la pared, tratando de normalizar mi respiración, cuando la sombra de la persona se hizo más y más grande... grité al momento en que alguien aparecía por la esquina y me tapaba la boca. Cállate, ¿quieres que nos encuentre todo el mundo? Lo reconocí de inmediato y mi cuerpo se relajó un tanto. Era el chico que me había dado comida cuando me encerraron en el armario.

Volvimos a la Residencia esa misma noche y me fui ofuscada a mi habitación recordando sus palabras. Si quieres salir de aquí, tienes que hacerlo bien. ¡Qué iba a saber yo sobre hacerlo bien! Abrí la puerta despacio, tratando de no despertar a todos los niños y niñas que dormían conmigo. Me encontré, sin embargo —y para mi sorpresa—, que ya estaban todos despiertos, y me miraron al entrar con una mezcla de alivio y enojo.

Clary, la chica con quien compartía la cama, me retó en susurros:

—¡¿Dónde estabas, Violeta?! Estábamos preocupados por ti.

Confusa y a la vez conmovida por aquel recibimiento, respondí taciturna.

—Estaba con Hayden.

Ni siquiera yo sabía qué significaban exactamente esas palabras, pero ellos se quedaron tranquillos con eso. En el orfanato todos lo conocían. Cuando pregunté por él, esto fue lo que me dijeron: Hayden ya estaba ahí cuando yo llegué. Era el muchacho silencioso, pero de sonrisa afable, que siempre estaba al acecho, que aparecía como de las sombras cuando menos te lo esperabas, cuyos dedos escurridizos siempre estaban a la espera de algo a lo que adherirse y guardarse en los bolsillos, ya fuera algo para comer o algo con lo que entretenerse durante las horas que se gastaba en el ático del orfanato para que nadie lo encontrase. Su guarida resultó estar tan a simple vista que al final me di cuenta que era precisamente por eso que nadie jamás daba con él, y siempre me pregunté si se encerraba para que evitar que lo vieran, o para no ver a los demás.

Era curioso cómo pensaba.

Rememoré algunas de las cosas que él me dijo en su momento; en particular, una frase que siempre repetía: la vida es una metáfora, y aunque jamás lo comprendí, siempre le di la razón.

Fue Hayden quien me encontró ese primer día de huida y se quedó conmigo después de incidente con el mendigo, más que nada para asegurarme de que volviese en una pieza al orfanato, aunque no me apresuró para volver incluso considerando el diluvio que caía sobre nosotros. Él conocía las calles como quien vive en ellas. ¿Cuántos años tienes?, le pregunté esa misma noche: tenía dieciséis, pero parecía mucho mayor. Me dijo que eso era lo que le hacía el mundo a las personas como nosotros.

Después de eso, comenzamos a escaparnos juntos.

—Creo que tú fuiste la única persona a la que consiguió acercarse —me dijo uno de sus compañeros poco después de que se suicidara.

—Yo diría que eso se dio por casualidad —había replicado yo.

Fruncí el ceño, recordando al muchacho que fue mi primer todo.

—¿Se despidió de ti? —quiso saber Clary unas noches después, mientras ambas fingíamos dormir.

—Sí, lo hizo —no volvimos a hablar del tema.

Volví al presente tratando de acallar todos esos recuerdos que gritaban en mi cabeza. El resto de la tarde la pasé entre los niños que jugaban y niñas que dibujaban, y algunas un poco más grandes, que ayudaron a poner la mesa cuando fue la hora de la cena. No supe si me sentía melancólica por estar ahí, reviviendo escenas de mi infancia y del pasado, o si era por ver el modo en que había cambiado tan drásticamente después de que me fui yo también.

Cuando llegó la hora de irme me quedé un segundo en la oscuridad viendo el color azul como si no fuese a verlo de nuevo. La primera vez que puse un pie en aquella casa entré llorando por el azul mientras Camila, en ese entonces la trabajadora social, tomaba la mano de la niña solitaria en la que me había convertido. Dentro, las paredes eran de madera y la luz se me antojó cálida en comparación a los colores fríos del exterior. El piso crujía bajo nuestro peso y así fue como me anticipé a la llegada de una mujer a quien no conocía, y que no tenía ganas de conocer; no quería que fuera igual que las Furias, sin embargo... no se veía para nada igual que las mujeres que había dejado atrás. Ella era menuda y daba la impresión de que su larga y espesa cabellera ensortijada era más pesada que su propio cuerpo. Me miró con compasión, al igual que todos, pero su abrazo fue igual de cálido que los colores de la casa.

El mes pasó volando, como solían hacerlo los buenos momentos, y podría calificarlo como perfecto, tranquilo y feliz... de no ser por cómo terminó. Ese día, simplemente, los acontecimientos se precipitaron y me golpearon no como una bofetada, sino como un puñetazo directo a la cara.

No había sabido de Dominik a pesar de que intenté ir a visitarlo... o llamarlo cuando me di cuenta de que todavía no volvía. El último martes de junio, apareció en mi puerta.

Me sorprendí al verlo, no sólo porque no lo esperaba, sino porque distaba mucho de ser el chico que antes me sacaba sonrisas. Su cabello estaba enmarañado y largo, su piel pálida y lucía, en contraste, grandes ojeras bajo sus ojos brillantes. Me pregunté qué habría pasado, qué habría sido de él durante estas semanas y también, ilusamente, me pregunté si podría haber hecho algo para aliviar su sufrimiento, hasta que recordé que lo más probable es que yo fuera la causa de éste.

—Traté de llamarte...

—Lo sé.

—No respondiste —acusé.

—Lo sé.

—¿Algo que no sepas? —se encogió de hombros, desganado y yo me rendí ante él—. ¿Quieres pasar?

Dominik hizo un gesto afirmativo y se corrió para dejarme abrir la puerta. Como hacía tanto calor adentro, dejé la puerta abierta para crear corriente al tiempo que me dirigía a abrir también las ventanas. Me reí para mis adentros: hacía no mucho había regañado a Camila por hacer lo mismo. La diferencia era que su puerta daba a la calle, y la mía a un pasillo desolado.

Cuando entramos fue como si él jamás se hubiese ido; se sentó con confianza en unos de los sillones de la sala y me ofrecí a preparar café. Él aceptó, sin embargo, cuando llevé las tazas, Dominik se limitó a mirar la suya con aire ausente, antes que mirarme a mí.

—¿Dónde has estado todo este tiempo, Dom? ¿Por qué nunca me respondiste?

—Quería... necesitaba... aclarar mis ideas —murmuró aún sin verme. Yo asentí despacio, aunque sabía que no me observaba, y no dije más, casi incitándolo a continuar. Finalmente, habló—. Pero ya estoy de vuelta.

—Sí, me di cuenta de eso —lo que dije consiguió arrancarle una sonrisa de los labios, pero fue tan pequeña que por un segundo creí haberla imaginado—. Dominik... ¿qué te pasa? No estás bien...

—Estuve en Los Ángeles.

—¿Qué?

—Tengo un amigo que vive allá, lo conocí un año en que fui a la universidad. Él terminó la carrera, yo no. No nos vimos mucho después de eso, además que él se volvió a... bueno, a Los Ángeles.

—¿Entonces estuviste con él?

—Sí, y con otros de sus amigos que me presentó.

—¿Y tu amigo tiene nombre? —pregunté como quien no quiere la cosa.

—Jasper, pero no va al caso.

—¿Y qué hiciste durante todo un mes en una ciudad que ni conoces?

—Pues eso: conocerla. Salir, ir de fiestas con...

—Con chicas, vale —él asintió, dirigiéndome (¡por fin!) una mirada furtiva—. ¿Alguna gran revelación? —pregunté con burla.

Dominik resopló.

—No, las chicas de LA no son como las de Nueva York.

—Ah, ¿no?

—No son tú.

Sentí como si sus palabras me cayeran encima.

—Dominik...

—Ya sé, ya sé. Lo prefieres a él; yo soy el friendzoneado.

—No digas eso.

—¿Ya le dijiste?

—¿De qué hablas? —musité sin comprender a qué se refería, mas el brillo en su mirada me dio una pista y supe lo que estaba a punto de ocurrir. Bien; si quería desahogarse gritándome, ya no me importaba. A lo mejor me desahogaba yo también y le gritaba de vuelta.

—Tú sabes qué. La verdad, Violeta; aunque te cueste. Igual entiendo que sea difícil: no va a ser fácil de digerir el oscuro secreto que los une —había empezado serio, no obstante, me di cuenta con enojo de que se estaba burlando de mí. Decidí ignorarlo y limitarme a responder su pregunta inicial:

—No, todavía no le he dicho.

—¿Qué pretendes que pase cuando le digas todo? Es más, ¿qué pretendes decirle, si quiera? ¿Vas a decirle que su madre está loca? Porque eso creo que ya lo sabe. ¿Que ella mató a tus padres? ¿Que desde que supiste de quién era hijo lo único que has hecho ha sido usarlo? ¿Y encima, que quieres que te perdone?

—Eso no es cierto. Era así, no lo niego y tú lo sabes mejor que nadie, pero ahora es diferente.

—Ésa es otra; y es una buena, porque también tendrás que decirle que mientras estabas con él estabas también conmigo.

—Eso jamás debió haber pasado.

—¿Ah, no?

La burla en sus ojos era clara y sus intenciones también. Su lengua viperina quería herirme con sus palabras, quería lastimarme a cómo diera lugar.

—¡¿Qué quieres de mí, Dominik?! —grité desesperada.

—Nada; ya nada.

—Entonces no hagas que me arrepienta más de todo lo qué pasó entre nosotros —le dije con el mismo filo con que él me hablaba.

—Ya. Lo que tú quieras. A ver si cuando se lo digas él opina lo mismo.

—Sólo tiene que saber qué las cosas no empezaron correctamente, pero la situación cambió, yo cambié.

Dominik resopló.

—Las personas no cambian —era el mismo discurso de siempre, y me tenía harta.

Más tarde me daría cuenta de que ese día todo estuvo fuera de lugar, que los dos dijimos cosas que no sentíamos y que estábamos tan ciegos que hicimos lo que prometimos jamás hacer, y eso era herir al otro.

—No me vengas con idioteces; estamos hablando de mí.

—Exacto. Lo tienes en la sangre.

—¡¿Qué mierda se supone que significa eso?! —chillé.

—Te conozco, Violeta.

—¡Segundas oportunidades! ¡Esas cosas existen, Dominik! Así es como pruebas que de verdad quieres a alguien: ¡dándoles una segunda oportunidad cuando las cagan!

—¡Mira si eres ingenua! —gritó señalándome con la mano—. ¡¿Ese es el discurso que vas a darle?! Pobre idiota.

Así que yo dije lo único que sabía que podía lastimarlo más que otra cosa en ese momento, y me arrepentí en cuanto salió de mi boca, pero el daño ya estaba hecho:

—Voy a decirle que lo amo, que a pesar de toda la mierda que hice y lo imbécil que fui, me enamoré de él quiero que estemos juntos si él me acepta de vuelta.

Silencio.

—Él y tú —dijo con rencor—. Estuvieron condenados desde el principio.

—Nunca pretendí que las cosas se dieran así.

—No vengas a decirme que "sólo pasó". Tú lo elegiste. Pude haber sido yo, Violeta, y mierda que hubiera sido menos jodido —vi el dolor en cada una de sus expresiones mientras gritaba, pero no era justo; simplemente no era justo—. Pudiste escogerme a mí, pero siempre te vas con lo difícil.

—¡ESO HICE, Y TÚ NO ME QUISISTE! ¿Qué pasó cuando te dije lo que sentía? ¡¿Qué pasó cuando te pregunté si me querías como algo más?! ¡No tienes ningún maldito derecho a echarme en cara nada! ¡¿Me escuchas?! ¡NADA! Porque cuando tuve que elegirte te escogí, lo que pasa es que tú no me querías a mi. No es mi culpa si después a tu ego le sentó mal ser dejado de lado.

—¡¿Eso es lo que crees?!

—¡¿Y qué voy a creer?! ¡Si sólo estuviste conmigo cuando quisiste llevarme a tu cama! ¿Qué más querías? ¿Qué me arrastre por ti? ¿Que deje todo de lado cuando me dejaste bien claro que no me querías? ¿Que renuncie a mi vida para estar cuando decidas acordarte de mi? No, Dominik, así no funcionan las cosas. ¡No voy a estar solo para cuando me tengas ganas!

—Después de todos estos años... no puedo creer que sean estas las palabras que estén saliendo de tu boca.

Un silencio sepulcral sobrevino la habitación. Lo único que se sentía era el resentimiento en nuestras miradas. Sus ojos refluían con una mezcla interesante de sentimientos, pero lo único que yo podía ver en ellos era el enojo y el dolor. Entonces algo pasó, algo que me dejó clavada al suelo, paralizada, congelada como si cada partícula de sangre dentro de mis venas se volviese de hielo. Primero vi la expresión de Dominik, que pasó de mí y clavó la vista en un punto detrás de mi cabeza. Luego, una voz glacial dijo sin emoción alguna:

—Sólo veía a dejarte el libro que prometí traerte —había dejado la puerta abierta, e Ethan había entrado y escuchado probablemente... todo.

Mierda.

Si lo había escuchado estaba perdida, y supe que así era por la mirada de profundo odio en su rostro.

—Ethan...

—Yo me largo —espetó Dominik, pero no se movió de dónde estaba.

—No te preocupes —respondió Ethan con el mismo tono carente de expresión; le hablaba a él, mas me miraba mí... como si no supiera quién soy. Era cierto, en parte, y eso fue lo que más dolió—, ya no tengo nada más que hacer aquí.

Vi que dejaba un libro de tapa blanquecina sobre la mesa de entrada y se encaminaba a la salida a paso rápido. Dejé a Dominik, lo dejé todo y fui tras él. Logré encontrarlo frente al elevador; ni siquiera sabía qué decir.

—Ethan, yo...

—¿Es verdad? —soltó, aunque ya sabía la respuesta—. Todo lo que dijo de tus padres, mi madre... ¿es verdad que ella los mató? —cuando finalmente me dirigió una mirada, asentí con un gran dolor rompiendo mi corazón, derrotada y hundida hasta lo más profundo.

—Fue cuando yo tenía diez años —susurré casi sin voz.

—Entonces tu mamá no murió de una enfermedad, y tu padre... —lanzó una carcajada amarga—. Era toda una mentira para que no supiese quién eras y así pudieras terminar de arruinarme a mí, a mi familia.

—No —me apresuré a decir—. No es cierto, no fue todo mentira. Esa historia sí era cierta, solo que ellos no eran mis... mis padres biológicos.

Él resopló y se pasó las manos por el cabello; estaba demasiado calmado, y eso me aterraba.

—No me interesa, Violeta. Si es que así te llamas —agregó con desprecio—. No me interesa nada más que salga de tu boca.

—Ethan...

—¡Querías destruir mi familia, maldita sea!

—¡Tú madre arruinó la mía! —me arrepentí de las palabras en cuanto las pronuncié, pero eran la verdad. Él no dijo nada, y me examinó como si fuese la peor escoria que había pisado el planeta. Respiré profundo, tratando de pensar mejor lo que iba a decir antes de que el ascensor llegara a mi piso—. Te juro, Ethan, por lo que más quieras, que iba a decirte la verdad...

—Sí, esa sí te la creo. Lo escuché. ¿Ibas a decirme igual que fuiste tú la que le envió esas cartas a mi madre, o ese detalle te lo ibas a guardar para ti? ¿Y Dominik? Me juraste que no había pasado nada, y yo de imbécil te creí. ¿Ibas a contarme eso también, o es que al final nos usaste a los dos?

—Iba a...

—¿Sabes qué? —negó con la cabeza. Finalmente vi el brillo de lágrimas en su mirada y tuve que contener a las mías para no dar rienda suelta a mis emociones. Un doloroso nudo se instaló en mi garganta, y no lo pude deshacer—. No quiero saber. Probablemente sean más mentiras.

Cuando escuché el pequeño timbre que anunciaba la llegada del elevador, ya no pude contenerme.

—Ethan, espera, por favor... —lloré—. Lo arruiné, pero ya lo dejé atrás, te lo juro... no quería herirte...

—Ya lo hiciste, Violeta —replicó con la voz cargada de pesar y sufrimiento, mientras entraba al ascensor y me miraba de lleno. Yo simplemente me quedé ahí, parada como una imbécil y llorando por lo mucho que lo había jodido todo, y lo mucho que me arrepentía—. Te... —negó una vez más con la cabeza, suspirando—. Estaba enamorado de ti, Violeta —sus palabras rompieron todavía más mi corazón; sonaba suplicante, como rogando que nada de esto fuera verdad. Yo también necesitaba eso—. Estaba enamorado de ti, y ya ni siquiera sé quién eres.

Y estamos a un capítulo del final!!!! Y para quien crea que no se puede poner peor... aguante 🤐🤐🤐

El nombre de este capítulo es lo que le da el título a la primera parte. El descenso. Porque todo lo que pasa en estos primeros dieciocho capítulos desencadena en el final.

¿Qué les pareció? La discusión de Dominik y Violeta estuvo fuerte, ¿ah que si? E Ethan lo escucho todo.

¡No olviden votar y comentar! Nos vemos en el próximo capítulo... y dependerá de ustedes cuándo se publique, así que llenemos este de amor ❤️

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