La memoria de Daria

Af AnnRodd

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Brisa es arrastrada a través del tiempo a 1944, donde un chico fantasma en su propio año aún está vivo. Ahora... Mere

Prefacio
Capítulo 1: Lo que el río se lleva
Capítulo 2: Daria Dohrn
Capítulo 3: La mejor opción
Capítulo 4: El señor Hess
Capítulo 5: La cena de planificación
Capítulo 6: Voces en el camino
Capítulo 7: Amigos en el río
Capítulo 8: La decisión de Daria
Capítulo 9: Lo que se dice en el bosque
Capítulo 10: La dulzura de un sueño
Capítulo 11: Cuando la muerte toca la puerta
Capítulo 12: Los dichos del más allá
Capítulo 13: Conversaciones de cama antes de la boda
Capítulo 14: El nombre que no sabría nunca
Capítulo 15: Detrás de la puerta
Capítulo 16: Guerras internas
Capítulo 17: Golpes en el alma
Capítulo 18: La Brisa que quedó
Capítulo 19: Cuentos de tragedia
Capítulo 20: Ciclos para cerrar
Capítulo 21: Desaparecer
Capítulo 22: En la piel de una Dohrn
Capítulo 23: Verdades en la cara
Capítulo 24: La manera inesperada
Capítulo 25: Telegramas
Capítulo 26: Granos de arroz
Capítulo 27: Una vida juntos
Capítulo 28: Hilos del pasado
Capítulo 29: Cenizas
Capítulo 30: Un lindo nombre
Capítulo 31: Cerca
Capítulo 32, parte 1: El alma vacía
Capítulo 32, parte 2: El rostro de la foto
Capítulo 33: Una estrella en la oscuridad
Capítulo 34: Esperanzas
Capítulo 35: Encontrarse
Capítulo 36: Recuerdos turbios
Capítulo 37: En las buenas y en las malas
Capítulo 38: Volver a casa
Capítulo 39: La hora de la verdad
Capítulo 40: Voluntad
Capítulo 41: Justicia

Capítulo 42: Libres

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Af AnnRodd

A la familia de Dan le costó más de una vez acostumbrarse a mí. Fui al festejo de su cumpleaños y luego a otra cena un poquito más íntima, solo con sus papás, el abuelo Francis, la abuela Inés y Camila. Pero, como no volvimos a hablar abiertamente sobre lo que pasó en nuestras anteriores vidas delante de ellos, fue más fácil que lo dejaran atrás.

Dan y yo lo hablamos cuando estábamos a solas y me permitía descargar con él todos los momentos de llanto desequilibrado y depresiones que se iban y venían así, de la nada.

Bueno, de la nada no, pero esos días me la pasaba en un estado de bipolaridad latente. A veces, estaba tan distraída con los esfuerzos de mis hermanas y mis papás por divertirme, que no tenía tiempo de acordarme de mis angustias y llorar. Otras veces, estaba viendo la televisión lo más tranquila y se desencadenaba todo sin que tuviese manera de preveerlo.

Pero no estaba sola y eso me daba mucho alivio. Dan y yo íbamos al cine, a comer, a caminar, a jugar al bowling. Nos divertíamos tal y como lo hacíamos durante nuestros primeros meses de casados y él no tardó en asociar algunas de nuestras actividades con recuerdos que hasta el momento tuvo bloqueados.

Era curiosa la manera en la que uno percibía su vida anterior. El velo que tenía sobre las memorias de Daria me ayudaba a despegarme de nuevo de la violación y sentirlo otra vez como algo que le había sucedido a otra persona. Por desgracia, los de la última noche seguirían y me perseguían las pesadillas y los sueños en los que veía nacer a mi bebé. Despertar y que él no estuviese en mis brazos era desgarrador.

Mamá era quien me ayudaba más con eso. Como madre, era quien más podía entenderme y ayudarme a pasar los momentos traumáticos y aunque al principio no tenía ganas de seguir hablando del tema, me hacia bien hacerlo todas las veces que soñaba algo así. Sobre todo, porque tenía tanas ganas de tener a mi bebé que sentía que era capaz de embarazarme de nuevo a los veinte con tal de llenar mi vacío.

Eso, particularmente, no se lo decía a Daniel, porque sugerirle ser padres a esa edad con tan poco tiempo de noviazgo era un delirio. Mi lógica también me decía que tenía que esperar y vivir mi vida, la de Brisa, a mis tiempos. Yo tenía sueños y proyectos que cumplir, tenía mucho por delante para tener un bebé. Daniel también y era cierto que en 2017 las posibilidades de ser independientes y poder mantenernos era tan lejana como el año 1944.

—¿Y qué hago? —le dije a mamá una madrugada, cuando ella me escuchó llorando después de un sueño—. Se sintió tan real, como si todavía lo tuviese en mis brazos. Tocar su piel, sus manitos... —murmuré—. ¿Cómo hago para dejar de sentir tantas ganas de tenerlo?

Mamá suspiró y me limpió las lágrimas de la cara.

—No tengo una respuesta para eso, hija —me dijo—. Pero a mi lo que me parece es que te va a costar hacer un cierre.

—No veo como cerrar esto —contesté, señalándome la panza—. Siento que esto nunca se va a terminar. Y en esto, por más que Dan me diga que podemos hablarlo, sí estoy sola. Porque para él fue hace mucho.

Mi mamá apretó los labios y me miró seriamente.

—Por eso. Vos tenés que también empezar a verlo como algo que pasó hace mucho. Es lo único que va a ayudarte con el duelo. Porque es un duelo, Brisa. Y solamente el tiempo lo va a curar. Un día, va a doler un poquito menos. Cuando te des cuenta, vas a sentir tristeza, pero no tanta como la que sentís ahora. Yo no pedí ningún hijo, gracias a Dios. Te tengo a vos y a tus hermanas, pero si tuve muchísimo miedo de perderte y creí que iba a morirme si vos te morías, hija. Eso lo puedo entender perfectamente. Y también puedo entender lo que se siente perder a alguien que querés, que amas. De repente ya no está y es como una pesadilla. Y después vas al cementerio y te mentalizas a que su cuerpo está ahí, pero está vacío y su alma está siempre con vos.

No supe qué contestarle a eso. Mis abuelos paternos habían muerto hacia rato, cuando yo era chica, así que no me acordaba bien de esas pérdidas. Sabía qué mamá hablaba de eso y de la forma en la que ella vivió sus fallecimientos. Yo tampoco me imaginaba perder a mis papás, ni ahora ni nunca, pero pasaría y de alguna forma uno tenía que seguir adelante.

Me quedé despierta, entonces, cuando mamá se volvió a su cama, dándole vueltas a esa idea sin parar, tratando de discernir qué era lo que tenía que hacer para encontrar la puerta de ese encierro y salir de una vez.

La idea de mamá, de mentalizar a la persona en el cementerio era perturbadora, pero no podía juzgarla ni por asomo. Pensé que me serviría si tuviese un cuerpo al que llorarle, pero mi hijo ni siquiera había nacido.

De pronto, caí en la cuenta de que mi bebé no tenía cuerpo propio, pero yo si lo había tenido. Daria y Daniel estaban enterrados en algún lugar y por cómo había sido Elizabeth y Francisco con sus recuerdos todas sus vidas, aún debían tener sus tumbas para visitarlos.

Me levanté de la cama con la idea fija de que hacer eso era justamente la puerta que necesitaba y deambulé por mi cuarto hasta que se hizo una hora razonable para decirle a Daniel lo que quería hacer.

Le escribí un WhatsApp, preguntándome si lo tomaría a mal o se preocuparía por mí, pero, como siempre, él me preguntó directamente cuándo quería pasar por el cementerio alemán. En ese instante entendí que él ya habría ido varias veces, así como cuando fue a ver nuestra antigua casa.

—¿El sábado? —dije, por audio.

—Esta bien. Podemos ir a comer después —me contestó, en seguida.

Así que solo me quedó comerme la cabeza e imaginar todas las posibles reacciones que yo tendría al ver mi propio nombre tallado en una lápida. Pensé en cómo debía estar mi cuerpo, ahí metido en un ataúd, bien de morbosa, hasta que Luna me recordó que claramente apenas si habría huesitos y ropa.

Eso tampoco ayudó, en realidad, pero para cuando el sábado llegó y me subí al auto de Daniel, lo único que me calmó fue ver que él estaba sereno como si fuésemos nomás a pasear por la plaza.

—¿No te altera? —le urgí—. Seguro ya fuiste. ¿Pero no te alteró cuando fuiste a vernos la primera vez?

Él no sacó la vista de la calle.

—Siempre supe que estaban muertos, así que no —contestó—. Pero para mi tiene más sentido que sea así y que vos estés así —añadió, soltando la palanca de cambios para alcanzar mi mano. La agarró y no la soltó más. Incluso, se la llevó consigo mientras pasaba las velocidades.

Ahí me di cuenta de que, aunque me creía más tranquila, estaba temblando. Sus dedos tibios me ayudaron a relajarme y me dejé caer contra el respaldo del asiento, vencida y cansada, porque esa noche tampoco había dormido mucho.

—¿Están en tierra o en nicho?

—Están en una parcela —aclaró—. Mi abuelo la manda a limpiar porque nadie va hace años. Excepto yo cuando tuve y tengo mis dudas. Él está muy viejo e ir hasta allá lo desgasta mucho. Mi mamá y mis tías en realidad quieren venderla. Ahí quedan mis bis abuelos y nosotros. Nadie reciente, así que es un gasto. Pero obvio, el abuelo no quiere. Dice que quiere que lo entierren ahí con su familia. Y en realidad lo agradezco. Si no estaríamos en un nichito ahí tirados.

Arrugué la nariz. Sabía que las parcelas eran carísimas, pero era lo que se estilaba en las familias muy ricas durante décadas. Las familias comunes apenas podían aspirar a unos nichos de buen tamaño. Tenía sentido que los Hess tuvieran una, si no tenían una bóveda, al menos, y que las últimas generaciones quisiesen aprovecharlas económicamente.

—¿Qué crees que va a pasar cuando tu abuelo no esté? —pregunté, mientras llegábamos al bario de Chacarita. El cementerio alemán estaba al lado del cementerio de Chacarita, uno de los más grandes de la Capital Federal en Buenos Aires.

Dan se encogió de hombros.

—Ahora la cosa cambia un poco, ¿no? Estamos nosotros. Yo soy Daniel, vos sos Daria. Mi mamá ya no puede decidir qué hacer con nuestros huesos. Son nuestros. Así que, aunque la vendan, lo justo es que nosotros dos decidamos dónde vamos a estar y cómo.

—Juntos —contesté, mientras nos deteníamos en la puerta del cementerio—. Como siempre.

Le apreté la mano y él me devolvió el gesto, dedicándome una leve sonrisa cariñosa, pero que también se correspondía con la seriedad del tema que tratábamos.

Ingresamos al estacionamiento y ahí, cuando me tocó soltarlo, volvieron los temblores y la ansiedad. Empecé a caminar en la dirección de la entrada a los parques y Dan casi que me atajó de la campera para evitar que siguiera.

—Compremos flores —me recordó, señalando los puestitos que estaban a metros de nosotros.

No me negué, pero tampoco me animé a elegir ninguna. Valían muy caras y no quería gastar, incluso aunque Daniel me preguntó mil veces cuales quería.

—Cualquiera —contesté, con un hilo de voz, pero él me señaló dos ramos, de color rojo y me obligó a decidir. Señalé la más económica y me hice la desinteresada para no llevarlas. Estaba segura de que iba a estrujarlas hasta dejarlas machucadas y marchitas.

Caminamos de la mano por los parques, entonces. Yo nunca había estado en un cementerio como ese, porque solo conocía el del barrio de Flores, que era municipal y se veía tan cuidadito como este. Parecía más uno de película que otra cosa.

—Es allá adelante —me dijo Dan, tirando de mi mano.

Se me revolvió el estómago y empecé a caminar más lento, queriendo retrasar el momento a toda costa. Daniel no dijo absolutamente nada, pero bajó la velocidad y terminó deteniéndose a mi lado.

—¿No querés ir? Está bien si te arrepentís, eh. No voy a obligarte a ver las tumbas, Bri —me recordó.

Cerré los ojos, arrugué la nariz y sacudí la cabeza.

—¡No es eso! Sí que quiero verlos, lo necesito... es como... mentalizarme...

Daniel me sujetó de los cachetes y me impidió seguir moviéndome como si estuviese electrizada. O como si tuviese hormigas en el culo.

—A ver. Si lo que crees que necesitas te pone tan mal, tampoco me parece que esté tan, taaaan bueno forzarte a hacerlo.

Abrí los ojos y me enfrenté a su mirada azul. Nos observamos por unos segundos en silencio, mientras yo procesaba sus palabras, y él enarcó una ceja.

—Okey, tenés razón por un lado. Pero por el otro lado yo tengo sueños en los que sostengo a mi hijo casi todos los días. Necesito mentalizarme que está ahí, que está muerto. Que no va a volver.

La expresión de Dan decayó en un instante. Sus dedos en mi cara se suavizaron y paso de agarrarme a acunar mi rostro.

—No me dijiste eso.

Me encogí de hombros y bajé la cabeza.

—No quería joderte. Tampoco está bueno que recién empezando nuestra relación ahora, yo esté obsesionada con tener un bebé. Porque también mi parte lógica y responsable me dice que es una locura. No quería decírtelo porque no quería que te sientas presionado de ninguna manera. Sé que no voy a tener un hijo en mucho tiempo, sé que es lo mejor para mí. Pero...

—Igual lo querés —contestó él, dejando caer las manos.

Asentí, con vergüenza, evitando verle la cara. No sabía cómo él iba a reaccionar a esa confesión y me daba miedo que me dijera algo como: "No pienso tener hijos nunca con vos".

Hubo un momento extraño de silencio que solo se interrumpió por las voces de otros visitantes del cementerio, unos cuantos metros más allá, en otra hilera de parcelas y lápidas.

—Bri, si es cierto que no quiero tener hijos ahora ni en chiste. Pero eso no significa que crea que lo que vos sentís es un chiste. Me parece que tiene mucho sentido que necesites sentir un bebé en tus manos después de todo lo que lo esperaste. Yo no me acuerdo tanto de eso, y fue hace mucho, así que es uno de los dolores que tengo más enterrados —murmuró. Seguí mirando el suelo hasta que dio un paso hacia delante y entrelazó sus dedos con los míos—. Me gustaría volver a forma una familia con vos, como decís, de forma responsable, cuando terminemos de estudiar y tengamos estabilidad económica. Quiero que tengamos hijos. Y de verdad perdón por no poder dártelo ahora.

Negué rápidamente con la cabeza y me tiré sobre él. Le rodeé la cintura con los brazos y apoyé la frente en su pecho.

—Por eso no quería decírtelo. No quiero que te sientas mal. Yo sé que esto es lo que debemos hacer y de verdad también quiero esa estabilidad y hacer las cosas al ritmo de Brisa y no al que tenía como Daria. Por eso digo que necesito superarlo...

Me abrazó también y sentí su mentón clavándose en mi coronilla.

—No está bueno que te calles estas cosas, ¿sí? Tenés libertad de elegir qué decirme y qué no, obvio. Pero quiero saber cómo te sentís, para que lo trabajemos juntos. Hay muchas cosas que podrías hacer para sentirte mejor y compensar un poco ese deseo. No solo esto.

Me agarró de los hombros y me separó solo para inclinarse y darme un tierno beso en los labios.

—¿Cómo qué? —balbuceé, contra su boca.

—Tengo un par de ideas, pero te las cuento después. Vayamos por parte, ¿sí? —contestó, corriéndome el pelo de la cara cuando la fría brisa invernal me lo despeinó—. ¿Todavía querés ver las tumbas?

Mi respuesta fue soltarlo lentamente y dar pasos hacia delante. Enseguida, hicimos ese último trayecto juntos, lado a lado, como si no estuviésemos yendo a enfrentarnos con nosotros mismos y nada más, como si en verdad fuésemos a ver todo el pasado cara a cara.

La parcela de los Hess tenía placas de mármol y plata, bien lustradas. El pasto estaba recortado y solamente habían un par de flores de plástico de linda calidad bajo mi nombre, el de Daria.

Me quedé ahí, plantada delante de la lápida doble que compartía con Daniel, leyendo el delicado y cariñoso epígrafe que seguro Elizabeth había compuesto para nosotros:

«Amados hijos, los atesoraremos en nuestros corazones por toda la eternidad, siempre juntos, donde quieran que estén».

Se me cayeron las lágrimas antes de que pudiera terminar de leerlo. No había una sola mención para nuestro bebé, porque él no había llegado a nacer, pero la carga emocional en esa sola frase fue tan fuerte que me terminó por demoler.

Se me vencieron las rodillas y Daniel tuvo que sujetarme a tiempo, antes de que me dieran contra el pasto. Me agarré de sus brazos y exhalé con brusquedad, imaginando el momento en que nos habrían puesto ahí, con el corazón roto, con una sensación de impunidad terrible en el alma que no se podrían haber sacado de encima jamás.

—¿Te imaginaste... —musité— lo que habrá sentido Elizabeth la mañana siguiente?

Daniel se arrodilló en el suelo a mi lado.

—No tan detenidamente —me confesó—. Alguna vez le pregunté a mi abuelo, cómo fue todo esto, pero nunca quiso decirme mucho. Nadie habla de la parte morbosa.

Con los ojos clavados en nuestros nombres, «Daniel Hess y Daria Dohrn de Hess», me mojé los labios y me senté sobre mis pies, ya dispuesta a abandonar mis fuerzas del todo.

—Tampoco creo que me ayude pensar... en todos los detalles morbosos —dije—. Pero no puedo evitarlo. Pienso que Graciela debe haber sido la que nos encontró, que seguro se traumatizó para el resto de su vida. Que debe de haber llamado a tus papás y ellos a Klaus y que nos deben haber visto ahí tirados, llenos de sangre, tan trágicos, tan impunes... y a él...

No dije su nombre, pero Daniel sabía que hablaba de Gunter. Pasó un brazo por encima de mis hombros y me estrechó contra su costado.

—Es difícil no pensarlo, sí. Pero no creo que haya quedado impune, Bri.

Me puso un mechón de pelo por detrás de las orejas y después me calzó bien la capucha de la campera, abrigándome todo lo que podía. Giré la cabeza hacia él, conmovida por sus gestos de cariño que no se terminaban nunca y que siempre están ahí para consolarme.

—¿Porque lo maté?

Dan esbozó una sonrisa triste. No hubo ningún brillo en su mirada azul.

—Sacrificamos nuestras vidas por otros. De alguna manera, tuvimos que morir para que muchas personas más sobrevivan. Es cruel, sí, pero... ¿te imaginás cuánto dolor habría causado él si hubiese seguido vivo? Tenía que morirse, teníamos que enfrentarnos a él tarde o temprano. Tenías que eliminar a esa lacra, vengarla por vos misma. Esto... —añadió, señalándome—, esto fue lo que no pudiste hacer en ese momento.

Se me contrajo el pecho y todos los músculos de la cara, mientras trataba de no ponerme a llorar otra vez. Sus palabras caían como cuchillos helados en mi corazón, pero porque sabía claramente que eso era así. Era la más pura verdad y no había duda alguna.

—Lo sé —gemí, ocultando la cara en su hombro—. Como Daria no tuve la fuerza. No tenía la manera de pelear.

Tuve que renacer para adquirir las herramientas y para darme cuenta, al final, que no había perdido la guerra, sino la batalla. Y ganar la guerra implicó sacrificar más que mi propia vida.

Volví a mirar la tumba deseando que hubiese, aunque sea algún guiño a nuestro bebé, pero estaba todo implícito y seguro era así para evitar el morbo en otras personas. Nuestra muerte debió haber llenado de habladurías el barrio, las familias alemanas y los diarios.

Me pregunté cuánta gente habría venido a ver las tumbas esperando encontrar lo mismo que yo, buscando alimento para contar sus historias y columnas, apegándose a lo sensacionalista como lo había sido la leyenda de amor trágico que leí de La cumbrecita antes de volver a 1944.

Pero mi hijo no era solo un cuento para alimentar a las masas y por eso Elizabeth lo había protegido. Lo había mantenido abrigado en mi abdomen, seguro con el resto de su familia donde descansaría para siempre.

Sí, él no reencarnaría como Dan y yo lo habíamos hecho, pero entendí de repente que mi bebé no había estado solo todas las décadas en las que tardamos en volver a la tierra. Estuvimos con él, fuimos sus padres de igual modo en algún otro plano. Solo lo dejamos de ver de forma temporal y algún día, regresaríamos a estar todos juntos otra vez.

Se me cayeron las lágrimas otra vez y me abracé a Daniel tanto como pude, imaginando cómo debimos estar los tres unidos. Pero, esta vez, las lágrimas no fueron de dolor, porque esa escena en mi mente estaba repleta de felicidad, de alegría y por ende de esperanza.

—Vamos a volver a verlo —lloré, aovillándome contra mi novio—. Vamos a volver a ver a nuestro bebé algún día.

Dan bajo el brazo hasta mi cintura y me devolvió el gesto.

—Nos está esperando, estoy seguro de que es así.

Y así, aunque sabía que nunca dejaría de extrañarlo, que me tomaría meses y quizás años saciar esa necesidad de tenerlo, que siempre querría ver a mi bebé, encontré mi paz.

Nos subimos al auto después de dos horas. Estábamos congelados y nos apuramos a prender la calefacción. No dijimos nada mientras calentábamos el motor y salíamos del estacionamiento del cementerio, ni siquiera para decidir a dónde iríamos a comer.

La verdad, yo no sentía mucha hambre todavía, pero si estaba muerta de sed después de tanto que dijimos y descargamos en nuestra propia tumba. Estaba cansada, también, así que solamente quería cenar y volver a casa, quizás a ver una película, acurrucados en el sillón, hasta que papá echara a Daniel para la suya.

Me quedé viendo por la ventana, siguiendo la ruta desde Chacarita hacia Belgrano con un gesto ausente, hasta que me dí cuenta de que estábamos demasiado cerca del barrio en el que habíamos vivido alguna vez.

Volteé hacia Daniel, justo cuando frenaba en un semáforo y buscaba una dirección en Google Maps.

—¿A dónde vamos?

—A Palermo —me dijo—. ¿Querés ir para otro lado?

Volví a mirar a mi alrededor. Estábamos en la intersección de Lacroze y Álvarez Thomas, más cerca de nuestra casa de lo que había estado en décadas, en realidad.

—Quiero ir a Conde y Juramento —le dije. Daniel se quedó viéndome en silencio. Le tocaron bocina y ahí se dio cuenta de que el semáforo estaba en verde otra vez—. Quiero ver nuestra casa, ¿podemos?

Asintió y arrancó antes de que nos ligáramos unas cuantas puteadas. No necesitó poner ninguna dirección esta vez en el teléfono y manejó en silencio, sin cuestionarme ni un poco.

No sabía con qué sensaciones iba a encontrarme esta vez. Acaba de aprender a no hacerme ideas ni tampoco a hacerme la cabeza y mantuve a raya mis recuerdos sobre la noche del asesinato, con la firme creencia de que mi casa era para mi un nido de amor y esperanza, no solamente un lugar de una tragedia que duró apenas minutos. Tenía más memorias lindas en ese lugar que otra cosa y solo cuando me parara al frente podría definir cómo continuaría elaborando la paz que acababa de empezar a procesar.

Dan llegó enseguida, pero no encontró estacionamiento fácil y primero vi nuestra casita de lejos, al lado del enorme y bien cuidado palacio Hirsch. Rodeamos la plaza y conseguimos un lugar para estacionar a una cuadra y media.

—Podemos comer por acá, si te sentís cómoda —me dijo, apenas bajamos.

Caminamos de la mano y sorprendida le señalé que, en la otra cuadra, sobre la calle Echeverría, ahora estaba en local de comidas de una cocinera super famosa en Argentina.

—La mayoría de las casas ya no están —le dije—. ¡Me sorprende que la nuestra siga en pie!

—Creo que vale mucho por dónde está —Dan tiró de mi mano y cruzamos primero hacia la plaza Castelli, que daba al frente de nuestro viejo hogar. Nos detuvimos ahí observando primero el aspecto más pulido y cómo habían cambiado los vidrios de las ventanas del frente, así como las rejas—. Elizabeth la vendió al año de nuestra muerte, pero más que nada porque mi papá insistió. Digo, mi papá Hess. No mi papá D'Alessi.

No dije nada, solo me quedé ahí, reteniendo las ganas de entrar. Obviamente, no podía decirle a quienes sea que vivieran ahora ahí que había sido mi casa. Mucho menos que me morí también ahí. Si era traumático para mí, lo iba a ser sin dudas para ellos que una loca les viniera con el cuento. Más si llegaban a conocer la historia.

—¿Crees que sepan? —dije, pegándome a Dan para aprovechar su calor.

—¿Qué hubo un asesinato? Yo creo que si tienen la casa hace mucho, sí.

Apreté los labios.

—Hay que tener huevos para comprarse una casa donde se mataron entre ellas tres personas —contesté—. Yo no la compraría ni en pedo.

Daniel me codeó, porque tenía las manos metidas en los bolsillos de su campera y no tenía intención alguna de sacarlas.

—Te la comprarías ahora si pudieras, lo sabés.

Aunque al principio dudé sobre esa decisión, terminé por decir que no. Obvio extrañaba mi casa, por eso mismo quería entrar y ver si estaba como la recordaba. Pero, así como trataba de habituarme a la idea de dejar todo en el pasado, estrictamente en las vidas pasadas, con la casa tenía que ser igual. Vivir en ella, de poder, sería perpetuar los recuerdos y las torturas mentales de las que trataba arduamente salir.

Para seguir adelante, también tenía cerrar ese ciclo. Y esta sería la despedida.

—Solamente quiero verla un poco más de cerca. ¿Voy a quedar muy loca si me acerco y miro por la reja?

Dan se rió y dijo que sí, pero me siguió a las corridas cuando me lancé a cruzar la calle.

Nos frenamos delante de la reja de lo que había sido nuestro jardín delantero. La habían puesto maceteros modernos y blancos de cemento, también habían cambiado las baldosas que iban a la escalerita de mármol de la entrada.

Obviamente, con tantos años, las remodelaciones habían sido necesarias. Además de unos bancos preciosos de madera, también habían agregado un farol, que ya estaba prendido, porque la noche se nos caía lentamente encima.

—Se ve linda y cuidada —murmuré, con un suspiro—. Al menos pienso que deben haberla hecho rendir sus frutos por nosotros, ¿no?

Daniel afirmó con el mentón. Él ya había visto la casa antes que yo, pero también tenía la dificultad de los recuerdos borrosos de su vida como Hess, por lo que no estaba tan al pendiente de los detalles como yo.

Le agarré entonces la mano, obligándolo a sacarla de su bolsillo, ya dispuesta a irnos para buscar dónde comer. La idea de hacerlo por ahí, en los alrededores de la plaza, no me desagradaba en lo absoluto.

Recorrí con la mirada nuestro hogar una última vez, de arriba abajo, agradeciéndole mentalmente a la casa por haber sido tan amable con nosotros, a pesar de todo, cuando vi a alguien asomado por la ventana.

Pegué un brinco involuntario, porque en seguida me di cuenta de que no era alguien corpóreo y que parecía más bien un reflejo en el vidrio. Me quedé congelada cuando lo reconocí. No tuve palabras que decir, pero solo pude reaccionar para retroceder un paso.

En la ventana de lo que había sido nuestro cuarto estaba Gunter, mirando con la típica expresión vacía, oscura y perdida de un fantasma, al exterior, a la plaza, mucho más allá de donde estábamos nosotros.

En ese mismo instante, mientras trataba de comprender todo lo que volver a verlo me estaba provocando, Daniel también retrocedió de golpe. Me arrastró hacia atrás y me giré a verlo, sorprendida. Él también estaba mirando a la ventana y en su cara se evidenciaba la sorpresa y el miedo. Fue así como supe que lo había visto, igual que yo.

Volví mis ojos a la ventana y la encontré vacía. Gunter ya no estaba ahí, pero eso no evitó que sintiera un pavor terrible recorrerme las venas. No tuve que decir nada para que Daniel también corriera conmigo y volviésemos a la plaza. Sin embargo, apenas pusimos más de veinte metros de distancia entre el fantasma y nosotros, nos frenamos y volteamos otra vez, como si quisiésemos asegurarnos de ello.

Y ahí lo noté de nuevo. Gunter deambulaba por los reflejos de las ventanas de la casa, viendo sin ver, sin siquiera percatarse de que estábamos ahí, vivos, mientras que él estaba atrapado, penando eternamente.

Se me pasó repentinamente el miedo, porque sabía que no podía hacerme daño. Estaba realmente muerto, jamás iba a reencarnar y sus pecados habían sido tan grandes y tan terribles que no fue capaz de encontrar la luz. No podía temerle a un ser así, tan desdichado.

Observé nuestra casa un momento más, dejando salir el aire que había retenido en los pulmones. Agarré mejor la mano de Daniel y me abracé también a su brazo, para calmarlo de la misma forma en que me tranquilizaba a mi misma.

—Gracias, casa —musité. Dan giró la cabeza hacia mí, sorprendido por mis palabras, porque no les encontraba el sentido, pero yo le dirigí una sonrisa triste—. Todavía nos protege.

Nos había protegido del frío, de la lluvia, de la desesperanza, de mis depresiones. Había cuidado de nuestro amor y de nuestro hijo todo lo que pudo. Ahora, retendría el alma de Gunter para siempre, porque si algo bien sabía yo de los fantasmas era que jamás podían abandonar el lugar donde habían muerto. Él nunca tendría paz.

Tiré de mi novio y lo obligué a darle la espalda a la casa, a Gunter, al miedo y al pasado, consciente ahora de que no me perseguirían más. Las memorias bellas las atesoraría por siempre, pero las mismas paredes y sus rejas negras tenían un claro mensaje para mí: ya no hay nada más acá que buscar. No para nosotros.

Sentí la consciencia y el alma limpia, junto con la certeza de que mi viejo hogar también me estaba haciendo una promesa, una que duraría para siempre y que me quitaba todos los pesos de encima. Ella asumía las responsabilidades y supe que así se sentía la verdadera libertad. Ya no existía el miedo, ya no existían las dudas.

Tampoco existían las culpas. Verlo reflejado en sus vidrios, en su cárcel eterna, me daba cuenta de que todo había sido necesario y de que realmente había hecho lo correcto. Jamás volveríamos a saber de él, jamás le haría daño a nadie más. Salvamos a otros y nos salvamos a nosotros mismos cuando le entregamos nuestras vidas. Fue necesario, fue lo que fue.

Dan me rodeó con los brazos. Se pegó a mí y me besó primero la frente, justo antes de agarrarme la cara con las manos y plantarme un beso profundo en la boca. Nos miramos a los ojos y solamente suspiramos, seguramente pensando en lo mismo, en todo lo que significaba marcharnos de ahí, sabiendo que no regresaríamos.

Le acaricié la mejilla, agradecida por fin con el capricho universo que me había hecho pasar por tanto para tenerlo ahí de vuelta conmigo. Pegué su frente a la mía por unos instantes y después, simplemente seguimos hacia adelante. Volvimos al auto, sin mirar atrás, solo pensando en el futuro y en todos los sueños que, esta vez, sí estábamos destinados a cumplir.

Juntos. Siempre juntos. 

Fin

Este fue un final agridulce, difícil de construir por cómo la trama evolucionó a lo largo de esta historia. Pero fui cayendo que la historia de Daria es la historia de una tragedia, de mucho daño y traumas, y no me parecía que pudiese terminar de ninguna otra manera, con Daniel y Brisa dejando todo atrás, de cara al futuro, con la certeza de que ellos sí van a tener paz y felicidad. Y él no. 

Creo que para las víctimas, la justicia es una forma de encontrar el inicio del camino para el largo proceso que implica deconstruir los miedos y los traumas. No son inmediatos, duelen por años, pero también limpian la consciencia y aplanan el trayecto. Lo que se perdió no se recupera, lo que se rompió no se arregla (un ejemplo de ello es María), pero con esas grietas conviviremos siempre y lo único que podemos hacer es aprender a vivir, en paz, con ellas. 

Espero que esta historia, a pesar de sus momentos de terror y fantasía, de humor y de romance, les haya dejado un lindo mensaje de apoyo y superación. Que sepan que siempre hay alguien para escuchar; que yo soy uno de esos alguien. 

Gracias por haberla acompañado tantos años y sobre todo este último tiempo. ¡GRACIAS!

Los quiero. 

Ann. 

Fortsæt med at læse

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