8. El Concilio Blanco

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Llegó la tarde y algunos aprovecharon para disfrutar de una placentera siesta. Su descanso se vio interrumpido por los elfos, que con buena voluntad, se acercaron para deleitarles con la suave melodía de sus arpas y sus flautas, pero no a todos los enanos les gustó ese refinado sonido. Óin cubrió su trompetilla con un pañuelo viejo y siguió durmiendo.

En una de las pocas conversaciones que tuvieron con ellos, mientras esperaban a que Elrond acabara con sus obligaciones y les atendiera, descubrieron cómo se llamaban las impresionantes espadas que había adquirido en la caverna de los trolls. Los que les facilitaron esta información fueron unos elfos jóvenes, aunque era difícil asegurarlo ante una raza cuya edad escapaba a los estragos del tiempo. Eran tres, uno castaño con una túnica gris, otro moreno con los cabellos recogidos en una diadema plateada y otro castaño caoba con una túnica aguamarina que resaltaba el color de sus ojos verdes. Todos ellos parecían sorprendidos de que semejantes tesoros hubieran acabado en sus manos.

—Fueron fabricadas en Gondolin por los Altos Elfos del Oeste para las guerras contra los trasgos. Ésa. —El elfo de ojos verdes señaló hacia la elegante y curvada espada de Thorin—: es Orcrist, la Hendedora de Trasgos. La vuestra —prosiguió haciendo una reverencia al mago—: es Glamdring, Martillo de Enemigos, la cual perteneció una vez al rey de Gondolin.

Ambos parecían satisfechos del orgulloso nombre que ostentaban sus espadas. Bilbo no se atrevió a preguntar el nombre de la suya. No le importaba que no tuviera una honorable historia bajo su filo, él se encargaría de demostrar su valía con ella y le pondría un nombre digno de sus hazañas.

El sol empezaba a ponerse ya en el valle. Elrond se acercó hacia sus invitados, por fin había acabado los asuntos del día y podía ofrecerles unos minutos de su compañía. Elrond quería hablar a solas con el mago, pero se percató de que ni Thorin ni Balin tenían intención de apartarse de su lado.

—He oído que me estabais esperando para hablar de algo importante. Por favor, acompañadme, iremos a un lugar más apropiado.

Se alejaron del patio y acompañaron al señor de los elfos hacia uno de los salones de su morada.

—¿Y bien? ¿En qué os puedo ayudar?

El mago se adelantó para dirigirse a él.

—Veréis, ha llegado a nuestras manos un mapa que no sabemos interpretar. Creemos que contiene un mensaje cifrado, pero nuestros conocimientos no son suficientes. Confío en que los vuestros sobre antiguas lenguas sean capaces de descifrarlo.

La duda se dibujó en el rostro de Elrond.

—Mostradme el mapa y veré qué puedo hacer.

Gandalf se giró hacia Thorin con la mano extendida. El enano no se movió ni un milímetro. Gandalf agitó el brazo con una mirada inquisitiva. Thorin le devolvió la mirada sin inmutarse.

—Ese mapa es un legado de mi pueblo.

Gandalf entornó los ojos en señal de agotamiento de su paciencia. ‹‹Por el amor del cielo, Durin, menuda testarudez ha heredado tu linaje››.

—Entrégamelo, Thorin Escudo de Roble. —El mago siempre apelaba a su nombre completo cuando quería darle gravedad a su voz.

El enano siguió resistiéndose, pero una parte de él sabía que necesitaban la ayuda del elfo. Sacó el mapa de sus bolsillos y se lo entregó al mago con amargura. Estaba entregándole el tesoro de su pueblo, lo único que le quedaba de su abuelo. Su amargo recuerdo le azotó el corazón. Recordó cómo se había obsesionado con el brillo del oro, cómo pasaba noche tras noche contando monedas y piedras preciosas, y sobre todo cómo admiraba aquella joya que reflejaba por igual la luz del cielo y las entrañas de la montaña. De su montaña. La Piedra del Arca se había perdido bajo las garras del dragón.

Una identidad inesperada - HobbitDonde viven las historias. Descúbrelo ahora