8. El Concilio Blanco

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El día transcurrió con rapidez. Los enanos se las apañaron para irrumpir en la pacífica calma que caracterizaba a la raza de los elfos y a sus ciudades. Sus ásperas voces resonaban en aquel refugio donde reinaba la tranquilidad más absoluta a lo largo y ancho de sus muros. Una aburrida tranquilidad en la opinión de los enanos. Durante la mañana evitaron cualquier contacto con sus anfitriones siempre que les fue posible. Los elfos tampoco parecían querer acercarse mucho a sus nuevos invitados. Siempre que se cruzaban con alguno, estos caminaban con paso ligero, sin inmutar sus rostros, sólo saludándoles con alguna ligera inclinación de cabeza. A pesar de que era evidente que no se encontraban cómodos, ninguno mostró ningún gesto de descortesía, al contrario, se ofrecían a complacerles en todo lo que pedían. La impecable hospitalidad de los elfos era bien conocida, aunque los enanos se negaran a admitirlo.

Thorin aprovechó la mañana para pedirles mapas e información sobre la región. Consultó todos aquellos libros y pergaminos con Gandalf y Balin, debatiendo cuál sería el mejor camino para llegar a la montaña. Pronto comprendieron que el más corto no sería precisamente el menos peligroso. Sopesaron todos los senderos, los pasos, los ríos, los bosques, las montañas. El camino que debían tomar era abrupto y angosto. Deberían renunciar a la ayuda de las monturas, aquellos animales serían más una carga que una ayuda en esos terrenos. Tendrían que apañárselas a pie, cargando con las provisiones ellos mismos. Gandalf se acercó a Iriel para darle esta información, la joven debía dejar a su caballo al cuidado de los elfos. Iriel casi se alegró, no quería que le pasara nada a esa gentil criatura, ya había tenido bastante suerte de llegar hasta allí sana y salva. Los elfos la cuidarían bien. Se acercó hasta las cuadras para explicárselo al animal. Lo habían bañado y cepillado, ahora era mucho más hermoso y su albino pelaje brillaba todavía más. El caballo mordisqueaba felizmente la comida que tenía a su alcance. Incluso parecía confraternizar con algunas yeguas que se encontraban a su lado. Iriel esbozó una amplia sonrisa. Acarició el hocico del animal durante un buen rato y finalmente lo abrazó.

—Te dejo al cuidado de estos elfos, ellos te darán todo lo que necesites. —Aunque sabía que le dejaba en un lugar mejor, una despedida rotunda le dolía demasiado, así que le hizo una promesa, necesitaba convertir aquel adiós en un "hasta que nos volvamos a ver"—. No te preocupes, te prometo que volveré a por ti cuando todo esto haya acabado.

Dejó las cuadras y subió hasta la plaza principal para volver a reunirse con los enanos. Allí estaban todos, entretenidos en sus conversaciones, intentando ignorar lo que parecía élfico y distinguido, que era todo cuanto había a su alrededor.

Lo que no rechazaron fueron los suculentos manjares que les ofrecieron a la hora de comer. Los enanos empezaron a comer con las manos antes de que hubieran terminado de colocar todos los platos sobre la mesa, lo que provocó más de una mirada de repulsión por parte de los elfos que servían la comida. Gandalf, Thorin, Iriel y Bilbo eran los únicos que parecían conservar sus modales. Thorin parecía algo más centrado tras la conversación con Dwalin. Su gesto volvía a ser duro, las corazas que envolvían sus sentimientos habían vuelto a ocupar su puesto. El haber dedicado toda la mañana a trazar un sendero para la expedición le permitió volver a centrarse en su verdadero objetivo y dedicarle todos y cada uno de sus pensamientos. Iriel evitó mirarlo durante toda la comida, decidió concentrarse en Kíli y Fíli que hacían malabares con manzanas y melocotones e intentaban disparar granos de uva hacia el pelo de Nori, que no se percató de este inofensivo ataque a traición hasta que uno de ellos le golpeó la nariz.

Comenzó una guerra de comida sin piedad entre todos ellos. Arrojaron panecillos, naranjas, plátanos, huesos con restos de carne, espinas de pescado, zanahorias y todo lo que se les puso por delante. Bilbo aprovechó para ocultarse bajo la mesa en cuanto presintió que podía salir mal parado. Iriel cogió uno de los platos y lo usó como escudo ante cualquier proyectil que se le acercaba. Todos los objetos arrojadizos parecían esquivar al mago y al rey enano, que se encontraban concentrados fumando. Esta misteriosa aura de protección que les envolvía no era sino obra del sentido común que, muy en el fondo, poseían los enanos. Todos los allí presentes sabían que no serían perdonados si alcanzaban a uno de los dos con sus proyectiles, incluso en aquella batalla caótica eran conscientes de ello y por eso controlaron su brazo evitando lanzar nada en esa dirección. Las risas sucedieron a aquella divertida pelea.

Una identidad inesperada - HobbitDonde viven las historias. Descúbrelo ahora