34. Volver a empezar

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Esgaroth amaneció en medio de la desolación, con sabor a sangre y ceniza. Había mimetizado la misma desgracia que su predecesora, la próspera y alegre Ciudad de Valle. La niebla que había provocado el cuerpo del dragón al sumergirse en el lago y emponzoñarlo con su esencia, todavía se mantenía vigente, dificultando las labores de rescate y viciando el aire. Algunos supervivientes huyeron a los bosques, a buscar refugio bajo sus ramas, a pedir ayuda a los elfos o simplemente a escapar de aquella visión y aquel olor a calcinado que se empeñaban en recordarles cuánto habían perdido.

En medio de aquel caos y desesperación, de aquella anarquía provocada por la destrucción y la cobarde desaparición del gobernador, alguien debía tomar el control. La sangre de Girion bullía en el interior de Bardo, empujándole a liderar a los suyos, como antaño había hecho su padre. Así pues, decidió tomar el control de la situación y poner un poco de orden en aquel caos en el que se había convertido su pueblo. Reunió a los supervivientes en la Plaza Principal, frente a la casa del gobernador y empezó a dividirles en grupos, cada uno encargado de una tarea. Organizó un grupo con los que habían salido mejor parados y les encomendó la ardua tarea de remover los escombros en busca de supervivientes y cargar con los heridos. Por otro lado, abrió las puertas de la casa del gobernador para instalar allí un improvisado hospicio donde atender a los heridos y dar cobijo a quienes habían perdido su techo. La casa del gobernador era una de las edificaciones más grandes de la ciudad, y en este momento, una de las pocas que quedaban en pie. Por último envió a dos jóvenes pescadores a solicitar ayuda a los elfos. Y bajo el peso de esta responsabilidad, dejando a un lado la locura y la rabia que sentía por dentro, el tiempo transcurrió teñido de negro para Bardo, mientras la lluvia caía límpida e incesante, intentando limpiar su agonía.

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La lluvia golpeaba los ventanales. Los truenos retumbaban en el valle perpetuados por el eco entre las montañas. Thorin se encontraba intranquilo esa noche, con mil pensamientos enredándose en su mente. Había pasado los dos últimos días en una celebración continua, pues los enanos eran propensos a alargar la fiesta más de lo necesario y la reconquista de su reino era un motivo que lo merecía. Pero al llegar la noche, cuando sus compañeros descansaban en sus habitaciones y el clamor de la euforia se apagaba, Thorin volvía al mundo real para sumirse en sus pensamientos y reflexionar acerca de sus responsabilidades y su destino.

En lo más profundo de su ser él siempre había creído que encontraría la muerte en aquella misión, bien bajo las garras o las llamas del dragón, o bien sacrificándose de algún modo para salvar a sus compañeros. Estaba dispuesto a luchar hasta el final y no aceptaría un resultado que no acabara con la reconquista de su reino, el sacrificio por ende estaba implícito en aquella tarea. Pero los hechos no habían transcurrido como había imaginado. El dragón estaba muerto, su reino libre de nuevo y su Compañía no había sufrido ninguna baja.

Toda había salido bien, demasiado bien. La misión por la que ninguno de los suyos apostó había llegado a su fin con un éxito rotundo. Sin embargo, ¿por qué no se sentía extasiado y dichoso, embriagado por la felicidad más absoluta? ¿Por qué esa sensación de vacío en su pecho amargándole la celebración? ¿Por qué todavía sentía que le faltaba algo?

Un rayo iluminó el cielo durante un instante con su pálido resplandor.

Sintió un pinchazo en el pecho, un doloroso recuerdo. Sabía qué era exactamente lo que anhelaba, lo único que no había sido capaz de recuperar. La Piedra del Arca, el Corazón de la Montaña. Aquella gema blanca que simbolizaba la grandeza de su linaje todavía permanecía fuera de su alcance.

Suspiró. Seguiría buscándola. La gema debía de estar escondida en alguna parte, enterrada entre las montañas de oro. Sólo era cuestión de tiempo...

Una identidad inesperada - HobbitDonde viven las historias. Descúbrelo ahora