31: La sombra del garfio.

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—¡No, suélteme! —gritaba mientras lo bombardeaba con mis balas de barro—. ¡Déjeme, déjeme aquí!

—¡Iván! —Mi amigo consiguió agarrarme la mano del garfio y someterla, pero la otra seguía descontrolada haciendo estragos en los charcos de lodo—. ¡Iván, que te calmes! ¡Cálmate! ¡¿Sabes la hora que es?! ¡QUE TE CALMES!

Imagino que entonces me golpeó, porque luego de ese grito no recuerdo nada más.

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Volví a soñar después de muchas noches de negrura absoluta. Un monstruo de cera estaba sentado frente a mí con sus manos chorreando, el suelo ondulaba a su alrededor, y sus ojos eran dos huecos oscuros rellenos de la llama de una vela que flutuaba con el viento inexplicable dentro de la hermética habitación.

—¿Qué quieres de mí? —le pregunté.

—Que me descubras.

Entonces sopló y todo mi entorno se desdibujó hasta que de golpe desperté sobre la cama de Don Esteban.

—¿Qué pasa contigo, pequeño demonio? —preguntó al verme abrir los ojos y llevarme las manos al pecho por la falta de respiración.

No le contesté, no entonces. Fijé mis ojos en el desastre de piezas en el suelo: tuercas, resortes, un cepillo de dientes con las hebras sucias de aceite y grasa, una lupa... Me fijé también, y por primera vez, en que mi amigo llevaba un monóculo colgando fuera de lugar, entonces lleno de barro por mi rabieta de antes. Había estado arreglando, o construyendo, un reloj.

De pronto, ya no estaba ahí, sino un par de años en el pasado, durante mis primeros días en Larem.

Era un pequeño niño de doce años que empezaba a usar al fin sus lentes de montura cuadrada porque de otro modo no podría evitar las jaquecas luego de devorar los cuentos de Edgar Allan Poe. Sentado en una locomotora en desuso, enterrada en el suelo y el tiempo, rodeado de niños, ruido, y mucha, mucha, lluvia. Y ahí estaba, frente a mí, el inventor que más he admirado en toda mi vida, el segundo amigo que hice en Larem. Claxon, el que luego pasaría a ser poco más que un Niño Perdido. Un Niño Perdido que recordaba mi nombre.

—Creo que maté a alguien.

Esas palabras, si bien salieron de mi boca, no las había autorizado yo. De haberlo hecho habría pensado en que solo una cortina nos separaba de la litera en la que dormía el hijo de mi amigo, de haber pensado habría mantenido la boca cerrada. Sin embargo, una vez ellas salieron no me pude retractar, solo bajar un poco la voz.

—Y usted lo sabe, ¿no? Lo vio en mis ojos cuando me recibió.

—¿De qué estás hablando, Iván? —Don Esteban se sentó junto a mí, hablaba en susurros, pero su voz sonaba a regaño—. Yo lo único que vi fue a un niño desolado a las dos de la mañana, sucio, jugando con tierra bajo la lluvia, perdido. ¿Qué te pasó?

—Ya le dije, maté a alguien.

—¡Por el amor a Cristo, Iván! ¿A quién pudiste haber matado tú?

—A Tinker Bell, o al menos eso creo. Es la primera vez que la veo.

—¿Qué...?

Su voz cambió, ya no era un regaño, era una súplica. Él me rogaba, sin siquiera terminar una oración, que le dijera que estaba jugando. Pero ahí estaba, la duda haciendo temblar su nuez de Adán, robándole las palabras que culminaban su pregunta.

—¿Co-cómo matas a alguien a quien nunca has visto? Estás cansado, Iván, es eso...

—No lo sé, Don Esteban. Yo tampoco lo sé. No sé por qué la mataría, no lo recuerdo.

La masacre de Nunca Jamás [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora