Prefacio

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Dos niños jugaban cerca de la puerta de su colegio, antes de entrar

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Dos niños jugaban cerca de la puerta de su colegio, antes de entrar. Sus respectivas madres los observaban desde una cierta distancia mientras hablaban entre ellas, sin parecer preocupadas por nada. Al igual que ellos, muchos otros menores entraban en el centro educativo acompañados por hermanos mayores o adultos responsables.

Liher observaba la situación desde cierta distancia, apenada. Ella tenía ocho años, por lo que se identificaba bien con aquellos niños. Ella debería estar allí, disfrutando con sus amigos y despidiéndose de sus padres. Podía haber ido desde pequeña al colegio, hacer amigos y aprender lo que aprendían los niños comunes.

Ella quería estar allí.

Pero no podía.

—¿Por qué no puedo ir? —preguntó.

Hacía unos segundos que había notado una presencia tras ella y, aunque no se había dado la vuelta, sabía de quién se trataba. Solamente conocía a una persona capaz de hacer tan poco ruido al moverse. Y no se trataba de ninguna persona humana.

—Ellos son humanos comunes. Y tú eres una cazadora.

El vampiro estaba muy acostumbrado a que ella hiciese aquella clase de preguntas. Se había acercado a ella hacía ya varios años, por la curiosidad que le había producido aquella pequeña cazadora, y siempre le había tratado de explicar por qué no podía ser normal, por qué no era como los niños que veía en la calle. Sus largos años le habían proporcionado la paciencia suficiente como para contestar con calma a cada una de las preguntas de la pequeña.

—Pero yo no quería serlo —insistió Liher, volviéndose hacia él para mirarlo con sus grandes ojos verdes—. ¿No se lo puedo decir a mi mamá?

Por un momento, la esperanza iluminó su expresión, y el vampiro lamentó ser él quien tuviese que desilusionarla. Pero alguien tenía que hacerlo. En aquel mundo, los niños tenían que aprender cuanto antes, y Liher era demasiado inocente. De no haberlo tenido a él a su lado, probablemente ya le habrían hecho daño.

—No es algo que se pueda escoger —le explicó—. Un cazador lo es para siempre.

Los cazadores nacían con habilidades especiales que los humanos normales, a los que ellos denominaban simplemente comunes, no tenían. Sus sentidos estaban mucho más agudizados, a la vez que sus capacidades físicas.

—Pero yo no quiero hace daño a nadie —insistió la niña—. No te quiero hacer daño a ti.

El vampiro era consciente de ello. La niña nunca le había temido ni había mostrado odio hacia él, como habrían hecho otros de su misma edad. A conocerlo, simplemente había sonreído y le había dicho cómo se llamaba. Como si la diferencia entre especias no existiese. Como si viviese en un mundo donde los vampiros no fuesen considerados una amenaza.

—No tendrás que hacerlo —aseguró, a pesar de no poder afirmarlo con total seguridad—. Y yo tampoco te haré daño a ti.

—¡Bien! —celebró la pequeña—. ¿Y puedo ahora ir a jugar con los otros niños?

Su cazadoraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora