VIII

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La Güi Chyty observó cómo el rey se alejó del palacio en la noche. Le habría encantado acompañarlo pero sabía que no podía, él marchaba a la guerra. Deseó que los dioses lo acompañaran y él saliera victorioso. Era todo lo que esperaba para él.

Acarició la botella que tenía entre sus manos. Ahora que Meicuchuca no estaba, deshacerse de la serpiente sería mucho más sencillo, pues no habría nadie que pudiera detenerla. Cuando el monarca se enterara de lo que había sucedido, la forastera ya estaría muerta. Tenía que actuar rápido.

Al ver las primeras luces del alba, la reina se dirigió a los aposentos de las Tygüi. Las tres estaban dormidas. Se levantaron, asustadas, cuando se dieron cuenta que ella estaba ahí.

—Alístense —ordenó la mujer—. Iremos al río.

—¿Al río? —preguntó una de ellas.

—Sí —respondió la reina—. Su alteza acaba de marcharse, nos vendría bien a todos relajarnos.

Las tres se miraron entre sí. Una de ellas señaló hacia los aposentos del rey.

—¿Ella vendrá también?

La reina hizo su mayor esfuerzo para que las otras tres esposas del rey no se dieran cuenta de sus sentimientos. Saber que la forastera permanecía en los aposentos del rey la enojó. ¿Por qué no podía ser ella quien retozara en su lecho?

—Sí —dijo. Señaló a la mujer que había hablado—. Ve por ella —ordenó—. Salimos en una hora.

Después de eso, salió de la habitación en busca de los bospquaoa para que la ayudaran a alistar todo lo necesario para el pequeño paseo. No deseaba pasar un día más del necesario con la forastera en el palacio.

***

Mientras caminaban hacia el río, cerca de la enorme cascada del Tequendama, la Güi Chyty observó a la serpiente. Parecía incómoda. Sonrió para sí misma, alegre. Ojala la forastera siempre se sintiera así. Sin embargo, se dio cuenta que si no la hacía sentir bienvenida su plan podría fallar. Aminoró el paso hasta quedar a su altura, luego la tomó del brazo y la sostuvo, a pesar del respingo de la mujer y su intento por liberarse de la tenaza.

—¿Piensas en el rey? —preguntó la reina. La forastera dejó caer la mirada—. Tranquila, todo saldrá bien. Él saldrá victorioso.

La forastera pareció tranquilizarse con sus palabras, sus brazos se relajaron y ya no intentó liberarse de ella. Siguieron así, tomadas del brazo, hasta que llegaron a su destino.

Las tres Tygüi se quitaron la ropa y se metieron inmediatamente en el río. Una de ellas dejó escapar un gritito al sentir el agua fría, pero después se relajó.

La reina advirtió que la serpiente observaba el agua con sospecha.

—¿Qué pasa? —preguntó mientras ella también se desvestía.

La forastera volvió a bajar la mirada. La reina tuvo que esforzarse para que la mujer no se diera cuenta de lo mucho que odiaba cada uno de sus gestos, especialmente aquellos en los que parecía tan débil.

—Es solo que...

—Somos las mujeres del rey —la interrumpió— debemos estar juntas.

«Pero tú no», pensó.

Nada más terminó de hablar, la reina tomó el frasco que tenía oculto entre su ropa y se dirigió hasta el río. Como se lo esperaba, el agua estaba helada, pero había algo placentero en su tacto.

—¿No vas a venir? —preguntó a la forastera. Ella pareció pensarlo. Si no se metía al agua por su propia voluntad, la reina llamaría a uno de los tres Güechas que se habían quedado en el palacio de campo para protegerlas y le ordenaría lanzarla al río. Sin embrago, no necesitó hacerlo.

La mujer se desnudó y entró al agua con ellas. Mientras lo hacía, la reina abrió el frasquito debajo del agua.

La forastera abrió los ojos, llena de terror, cuando el líquido empezó a envolver su cuerpo. Luego levantó su vista hacia ella, pidiéndole ayuda con la mirada. La reina no pudo evitar una sonrisa cuando se dio cuenta que la forastera había descubierto que la causante de todo había sido ella. Abrió la boca para decir algo, pero antes de que pudiera pronunciar alguna palabra empezó a convulsionar.

Las Tygüi gritaron, alertando a los Güechas, que se acercaron para ver qué estaba sucediendo.

—Es un demonio —gritó la reina, señalando a la serpiente que apareció en el lugar en el que hasta hace un momento estaba la forastera—. ¡Quería matar al rey!

Los Güechas, al escuchar sus palabras reaccionaron. Lo hicieron tan rápido que hasta ella misma se sorprendió. Tensaron sus arcos y empezaron a lanzar flechas a la serpiente dorada obligándola a sumergirse en el agua para salvar su vida. La persiguieron un largo rato mientras las mujeres del rey se secaban y volvían a vestir.

—¿Y bien? —preguntó la reina cuando vio acerarse a los guerreros nuevamente.

—Le perdimos el rastro —respondió uno de ellos.

—Está bien —dijo la reina secando el agua de su cabello—, ya no nos molestará nunca más.


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La Forastera de TequendamaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora