IV

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—¿Cuántos cultivos se perdieron? —preguntó el Zipa. Le acababa de llegar la noticia de que hace unos días había sucedido un enorme incendio cerca al Uta de Usme que había costado la vida de algunos agricultores.

—Casi todos, alteza —respondió el consejero.

—Vete inmediatamente y ordena que el resto de Zybyns cedan parte de su cosecha para ayudar al Zybyn de Ubaque con sus pérdidas ocasionadas por el incendio en la Uta de Usme...

Al observar que un Güecha se acercaba, Meicuchuca dejó de hablar. Ese día se cumplía el tercer día desde que había hablado con la chamana y en ese momento estaba esperando tener noticias de ella. Con un gesto de la mano le indicó al guerrero que se acercara. El hombre le susurró que sus visitas lo estaban esperando afuera.

—Ve —ordenó al consejero que se marchara.

Apenas el hombre se fue, el Zipa dio la orden de que las dos mujeres entraran a la Sala del Consejo. Y esperó, sin moverse de su asiento, a encontrarse con la mujer que le había salvado la vida. Las manos empezaron a sudarle.

La anciana entró, seguida de la mujer de ojos dorados. Caminó hasta el lugar en el que se debía ubicar y luego se postró en el suelo. Su acompañante, sin embargo, permaneció de pie mirando el lugar, llena de curiosidad. Sobre una de las mesas, encontró un poporo de oro y caminó hasta él con el fin de observarlo mejor. Antes de que pudiera tocarlo, el Güecha le detuvo el paso.

—Muestre su respeto al Zipa —ordenó. Ella posó su mirada sobre el hombre, con curiosidad y no dijo nada. El Güecha no supo qué hacer. Su rostro se coloreó de rojo por la vergüenza.

Meicuchuca rió. Se levantó de su asiento y caminó hasta ella. La forastera dejó de observar al Güecha y posó su mirada dorada en el rey, haciéndolo sentir de nuevo ese estremecimiento dentro de él. Sin quererlo, su rostro también se tiñó momentáneamente de rojo.

—No puede observar al Zipa a los ojos —ordenó de nuevo el Güecha. La forastera los observó a los dos antes de sonreír.

—¿Por qué? —preguntó. Al hacerlo, la habitación se llenó de su voz siseante. El Zipa, intimidado por los ojos de oro, bajó él su propia mirada. Se dio media vuelta y regresó a su lugar.

—Es el orden de las cosas —explicó el Güecha, sorprendido ante la ignorancia de la mujer salvaje que tenía enfrente—. El Zipa es nuestro soberano y hay que mostrarle respeto.

Ella volvió a sonreír.

—Yo no tengo soberano —respondió. Esta vez, el Güecha palideció ante el atrevimiento de la forastera. Levantó la mano con el fin de abofetearla por su impertinencia, pero Meicuchuca lo detuvo. Ordenó que se marchara de ahí.

—Lamento las molestias —dijo el soberano desde su asiento. Ella se acercó a él, ignorando a la chamana que permanecía postrada en su lugar—. Te he mandado llamar porque quería agradecerte.

—¿Agradecer? —preguntó ella, con curiosidad.

—Salvaste mi vida cerca de río —dijo el Zipa—. Le devolviste el orden a las cosas.

Ella sonrió.

—El hombre del río —afirmó, reconociéndolo. Luego se acercó a él para tocar el brazo que el dardo había herido. Suspiró con alivio—. Sanó bien.

Meuchuca sintió nuevamente el estremecimiento revolverse en sus entrañas. Ahora que tenía a la mujer de ojos dorados frente a él, no quería separarse de ella tan pronto. Le gustaría poder permanecer a su lado un poco más para conocerla mejor.

—¿Gustarías de quedarte en mi casa por un tiempo? —preguntó—. Será solo hasta que deba volver a la Sede de Gobierno en Hunza. Así podré darte mis atenciones como agradecimiento por lo que hiciste.

La mujer lo observó con recelo, luego bajó su mirada a la chamana, pidiendo consejo. La anciana asintió, haciéndolo entender que estaba bien. La forastera volvió su mirada al Zipa y, con otra de sus sonrisas, aceptó.

***

—Alteza. —El Güecha lo alcanzó, agitado, mientras el soberano descansaba bajo un árbol. Observaba a la forastera que en ese momento tomaba el sol. Estaba vestida como las damas de la corte. Su largo cabello azabache caía despreocupado cubriéndole la espalda. A su lado, los dos bospquaoa que había puesto a su servicio la atendían cortando fruta.

—¿Qué sucede? —preguntó Meicuchuca retirando su mirada de la mujer. El Güecha sudaba. Parecía que había estado corriendo.

—Sus concuñados —dijo el hombre tomando un poco de aire para poder hablar—. Volvieron al Zybyn de Guatavita. Los protege el cacique. Por más de que entramos para capturarlos, como usted ordenó, nos lo impidió. No va a entregar a sus hijos fácilmente. Exige hablar con usted.

Meicuchuca frunció el ceño. Se levantó de su lugar, enojado. Ordenó al Güecha que se marchara para refrescarse y luego empezó a caminar por el lugar, pensativo. ¿Cómo era posible que el clan Guatavita fuera tan soberbio? ¿Acaso esa era su manera de declarar una guerra?

Cuando menos lo esperaba, se dio cuenta que un par de ojos dorados lo observaban. Se estremeció. Sus pasos lo habían llevado hasta la forastera. Ella le sonrió.

—Alteza —lo saludó.

Meicuchuca también sonrió. Señaló a los bospquaoa que se habían arrodillado con la frente tocando el suelo como muestra de respeto hacia su soberano.

—¿Te están tratando bien? —preguntó.

—Como una noble —respondió ella, volviendo su vista a los bospquaoa.

Meicuchuca rio. Señaló sus ropas.

—Ya pareces una —dijo.

La serpiente observó sus ropas y acarició su cabello, apenada. Luego, levantó la mirada nuevamente.

—¿Hay algo que lo moleste? —preguntó.

El ceño de Meichuca se volvió a ensombrecer.

Ella sonrió y lo tomó de la mano, lo llevó hasta el lugar en el que había estado retozando antes de que él se le acercara y lo sentó junto a ella. Luego tomó una de las frutas cortadas y se la dio en la boca.

Él, sorprendido, la masticó y la pasó.

—El dulce ayuda a que se me pasen las molestias —dijo ella, observándolo.

Meicuchuca guardó silencio, buscando las palabras adecuadas para hablar, que parecían esquivas en su memoria. Cuando las encontró, preguntó:

—¿Qué podría molestar a un Ser del Bosque?

Ella sonrió con picardía, luego, se encogió de hombros.

—La gente —respondió como si fuera lo más obvio. Meicuchuca enrojeció, pensando si alguna de sus acciones podrían haberla molestado en algún momento del pasado.

Ella levantó la vista y observó algo por encima del hombro del rey.

—Me tengo que ir —dijo levantándose de su lugar y saliendo de ahí.

Cuando el rey volteó a ver qué era lo que la había espantado, se encontró con la Güi Chyty. Parecía enojada. Ella se dio la vuelta y también se marchó.        

        

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La Forastera de TequendamaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora