III

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Cuando Meicuchuca despertó, estaba en sus aposentos. El escozor en su brazo le hizo recordar lo que había sucedido. Observó el lugar de la herida. No tenía nada más allá de un simple cardenal.

—Alteza —lo saludó uno de sus Güechas, inclinando el rostro, como todos los que se dirigían a él. En sus recuerdos, un par de ojos dorados lo observaron en las penumbras. ¿Los habría imaginado?

—¿Qué sucedió? —preguntó el monarca incorporándose en su lecho.

—Escuchamos un siseo cerca del punto de encuentro y fuimos a investigar. Lo encontramos a usted tirado en el suelo —explicó—. Pensamos que había sido atacado.

Meicuchuca se revolvió en su lugar.

«Y así fue», pensó.

—¿Cuánto tiempo he estado aquí? —preguntó señalando su lecho.

—Tan solo un día, alteza.

Meicuhuca frunció el ceño. Era más tiempo del que había deseado. Para ese entonces sus concuñados ya estarían lejos y sería mucho más difícil encontrarlos.

—¿Y los invitados? —preguntó.

—No están por ningún lado.

Meicuchuca sintió enojo. Después de haberles ofrecido su hospitalidad y haberlos defendido ante sus consejeros, ambos se habían atrevido a atentar contra su vida y contra el orden de las cosas. No iba a permitir que las cosas quedaran así y se sentara un precedente para un futuro ataque o intento de destronarlo.

Se levantó de su lugar y, al hacerlo, todo el mareo que había experimentado hasta hacía un momento se esfumó. Su salud estaba incluso mejor que antes de que lo atacaran.

El Güecha parecía sorprendido.

—Reúne a todos los soldados —ordenó el rey—. Quiero que vayan a la Sala del Consejo.

Mientras volvía a vestirse, Meicuchuca escuchó cómo el hombre salió de sus aposentos para acatar sus órdenes.

***

Vestido con su traje de guerra, Meicuchuca se sentó en su lugar. Frente a él, un grupo de casi unos treinta guerreros mantenían la mirada en el suelo, dispuestos a escuchar lo que él tenía que decir.

—Encuentren a los Uzaques —ordenó—, y tráiganlos ante mí para ser ejecutados.

—Alteza... —Uno de los consejeros que lo había acompañado en su viaje trató de intervenir, pero el rey lo calló con un gesto de la mano.

—Todo aquel que atente contra la vida del Zipa o contra el orden de las cosas recibirá el castigo mayor —sentenció. No tenía sentido dar más explicaciones de lo que había sucedido el día anterior en el bosque, pues ni él mismo lo entendía del todo.

Solo tenía dos cosas claras: ellos lo habían intentado asesinar y una mujer de ojos dorados lo había salvado.

Al pensar nuevamente en ella, volvió a sentir ese estremecimiento. Era extraño. No recordaba haberlo sentido antes. Nunca. Ni siquiera al hacer su ceremonia del dorado que lo coronó como soberano. Deseaba poder agradecerle a la mujer lo que había hecho por él. Antes de que el último de los Güechas se marchara del lugar, lo llamó para que se quedara.

El hombre se acercó. Meicuchuca se dirigió a su consejero:

—¿Qué sabes de la chamana del bosque? —preguntó.

El consejero pareció asombrado. La mujer no tenía una buena reputación en el reino, por eso había sido exiliada. Se la había descubierto practicando magia prohibida.

—¡Alteza! —trató de reprocharlo, pero Meicuchuca volvió a silenciarlo con una orden de su mano.

—Responde —ordenó—. ¿Sabes cómo encontrarla?

El consejero asintió.

—Ve con él —pidió al Güecha—, y tráiganla ante mí.

Sin esperar a que ninguno de los dos hombres le respondiera, se levantó de su lugar y se fue. Alcanzó a observar de soslayo la mirada de preocupación que le dirigió su consejero, pero no le importó.

***

Esa tarde, el Zipa paseaba en compañía de sus esposas cerca del bosque cuando el consejero lo llamó. La chamana lo esperaba en la Sala del Consejo, como él lo había pedido. Meicuchuca se despidió de sus acompañantes y se dirigió al lugar.

—Alteza... —empezó a hablar el consejero—. Sobre lo de los Uzaques.

—¿Qué sucede?

—Debería pensarlo bien —dijo—. La sentencia de muerte podría enojar al clan Guatavita.

Meicuchuca volvió a sentir enojo. Después de que ellos complotaron para acabar con su vida y el orden de las cosas, no entendía por qué le pedían moderación. Finalmente, él era el Zipa, el gobernante de toda la gente y el clan Guatavita no era más que otro de sus vasallos, al igual que el resto de clanes de la confederación. No dijo nada. Tan solo se limitó a caminar en silencio hasta su destino.

Como le había anunciado el consejero, la chamana lo esperaba en la Sala del Consejo. Cuando ella lo vio entrar se hincó de rodillas, posando su frente en el suelo como todos aquellos súbditos que no poseían un rango de nobleza.

Meicuchuca caminó hasta su asiento y se acomodó. El consejero se acercó hasta la mujer y tomó la delicada tela de algodón que ella le ofreció. Era un obsequio, una ofrenda para el Zipa que después se dejaría junto al cercado el día que se realizaran los sacrificios a los dioses. Meicuchuca aceptó el obsequio y el consejero salió de la sala para dejarlo junto al resto de ofrendas que llevarían de regreso a Hunza, la Sede de Gobierno del Zipa.

Cuando el consejero salió, Meicuchuca le pidió al Güecha que también lo hiciera. Quería estar a solas con la mujer para hacerle las preguntas que no dejaban de rondarle la cabeza.

—Vi a una mujer en el bosque... —empezó el rey apenas los dos quedaron solos en la sala—. Tenía los ojos dorados.

La chamana pareció saber de quién hablaba el soberano, pues levantó levemente el rostro, sorprendida. Meicuchuca se dio cuenta que no esperaba que él hablara sobre ella.

—¿La conoce? —preguntó el rey.

La mujer asintió sin levantar la vista del suelo ni moverse de su posición.

—Salvó mi vida recientemente —explicó el rey—, y desearía poder agradecerle.

—Sin embargo —respondió la chamana—, ella no es una mujer.

—Lo sé —asintió el rey, recordando cómo se transformó en serpiente. La anciana sonrió.

—En ese caso puedo buscarla por ti.

—Se lo agradecería.

—Se lo agradecería

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La Forastera de TequendamaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora