VII

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Esa mañana, Meicuchuca despertó con los primeros rayos del sol. Junto a él, en su lecho, yacía la forastera de ojos dorados. Su cuerpo estaba a penas cubierto con una manta de algodón. La observó en silencio, mientras dormía. Su respiración suave y tranquila le hacía saber que la mujer estaba teniendo un buen sueño.

Sonrió.

Le alegraba tenerla a su lado. No solo por su belleza, sino porque en ella había algo más: una ilusión, un anhelo de felicidad. Supo que la amaba. Supo que no quería alejarse de ella mientras viviera.

La mujer se movió en sueños, haciendo que uno de sus largos mechones azabache cayera de lado, cubriendo su rostro. Él acercó su mano y le retiró el cabello, despertándola sin querer. Ella abrió los ojos, esos misteriosos ojos dorados que le encantaban, y sonrió. Para saludarla, Meicuchuca se acercó y la besó.

—Alteza. —Un Güecha entró a la habitación. Meicuchuca lo observó y él bajó la mirada.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—El consejo...

El rey recordó que había citado a una reunión del consejo antes del amanecer. Rápidamente se levantó del lecho y se vistió. Luego, se dirigió a la Sala del Consejo en compañía del guerrero.

Al llegar al lugar, el Zipa se sorprendió al darse cuenta que en la habitación lo esperan siete consejeros. Se preguntó en qué momento llegaron tantos. Le pareció extraño. Caminó hasta su lugar y se sentó.

—Alteza —dijo uno de los consejeros. Meicuchuca lo reconoció inmediatamente: era el mismo que lo había advertido contra sus concuñados—. Estamos reunidos varios de nosotros, pues venimos con razones de los Zybynes. Los caciques están descontentos, no solo hay un ejército que marcha hasta la Sede de Gobierno, tampoco quieren dar parte de su cosecha para ayudar al Uta de Usme ni al Zybyn de Ubaque.

Meicuchuca frunció el ceño. No entendía el porqué de su reticencia a ayudar si ya lo habían hecho antes con otras calamidades. Se recostó contra el espaldar de su silla, pensativo. Desde el ataque de sus concuñados cerca del rio, le daba la impresión de que su pueblo lo había empezado a dejar de respetar.

No podía dejar que las cosas siguieran con ese curso.

—Que los Güechas se encarguen de recolectar la comida —ordenó—, así tengan que usar la fuerza para hacerlo.

Se escuchó un murmullo en la habitación que se silenció pronto.

—Alteza —volvió a hablar el mismo consejero—. ¿Qué sucederá con los ejércitos? Debería ir a la Sede de Gobierno a detenerlos...

Meucuchuca bufó, enojado. Se levantó de su lugar.

—No les seguiré el juego —anunció, marchándose de ahí.

***

La noche ya estaba avanzada cuando un hombre llegó al palacio de descanso del rey. Los Güechas del palacio dieron la alarma. Meicuchuca salió de sus aposentos para ver qué estaba sucediendo. El recién llegado era uno de los Güechas que había dejado en la Sede de Gobierno. Un presentimiento le hizo saber que algo iba mal. Al recién llegado se le veía agotado, tal vez por la enorme distancia que había corrido. Meicuchuca ordenó que le llevaran un poco de agua para ayudarlo a reponerse.

—¿Qué sucede? —preguntó el Zipa.

Al escucharlo, el Güecha agachó la cabeza.

—Alteza —explicó—, son los ejércitos.

—¿Qué sucede con ellos?

Una de las bospquaoa se acercó con un poco de agua, se la dio al Güecha quien la bebió toda de un sorbo. Meicuchuca sabía que si no estuviera sucediendo algo importante el hombre no habría tenido que esforzarse tanto para llegar hasta él.

—Llegaron a la sede de gobierno —continuó el guerrero—. Alteza, quemaron sus cercados.

Meicuchuca sintió un frío recorrer su espalda. Al quemar sus cercados, los del clan Guatavita estaban dando a entender a su pueblo que su gobierno había acabado. Maldijo el haber estado tan enceguecido por la soberbia para no haber reaccionado a tiempo, a pesar de las muchas solicitudes por parte de sus consejeros para que atendiera el asunto. Él debería haber estado en la Sede de Gobierno con su ejército, esperando a que llegaran y así defender a la población.

El rey dio la orden a su Güechas para que se reunieran y enviaran mensajeros que alertaran a los demás guerreros que se encontraban en los Utas camino hacia la Sede de Gobierno. Pronto, el palacio estaba ajetreado con los preparativos para la marcha del monarca.

—Alteza —lo saludó la forastera cuando él regresó a sus aposentos. Estaba vestida con sus ropas de noble—. ¿Qué sucede? —preguntó.

Él corrió hasta ella y la abrazó. Luego, besó su frente.

—Tengo que irme.

Ella no dijo nada, lo observó en silencio con sus ojos dorados. Él sintió como lo invadía una oleada de pesar. Si ella supiera lo importante que era para él...

—No quiero dejarte —confesó el rey—. Ven conmigo —pidió.

Ella frunció el ceño y se soltó de su abrazo.

—No, alteza —dijo, dando un paso atrás.

Él trató de acercarse, pero la mujer retrocedió nuevamente.

—¿Por qué? —preguntó el Zipa.

—Es su deber, alteza, mantener el orden de las cosas. No hay nada que yo deba hacer ahí.

Meicuchuca apretó los puños y dejó caer la cabeza. La forastera se acercó de nuevo a él y lo tomó de la mano.

—¿Te volveré a ver? —preguntó el rey, sintiendo el tacto helado de la serpiente.

—Si los dioses lo desean —respondió ella.

Meicuchuca la acercó y la abrazó de nuevo. No quería soltarla nunca, temía volver y no encontrarla. Su vida carecería de sentido sin ella a su lado.

—¿Me esperarás? —preguntó él.

—Siempre.


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La Forastera de TequendamaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora