En donde la penumbra reside.

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El silencio es la penumbra de la soledad.

Proverbio Élfico.


Hechicero.


El cielo estaba azul. Ni una sola estrella cruzaba por esa bóveda pincelada por el mayor de los Dioses: el de la Noche. Los ojos negros, bajo su túnica oscura, miraban de soslayo aquel cielo inhabitado. ¿Qué habría más allá?

No lo sabía. Tampoco quería averiguarlo.

Suficiente ya tenía con sus propios problemas y sus ridículos objetos preciados como para preocuparse por la siguiente eternidad, la cual él estaba esperando con ansias, algo bueno se acercaba a las puertas del país de Desolación, él lo presentía en su carne avejentada por el paso de los años. No recordaba cómo había nacido, ni siquiera recordaba su infancia. Es como si pudiera recordar que nació allí, en el Castillo Oscuro.

Comenzó a caminar hacia abajo, por las escaleras en forma de caracol que lo llevaron momentos antes a aquella torre negra, la más alta de todo el Castillo. Desde allí casi podía tocar el Reino Blanco, si es que estuviera sobre él, pero no estaba. Porque no pasaba sobre sus tierras malditas; nadie lo mandaba allí, él había estado desde antes de que el Reino Blanco fuera creado. Pero aún no recordaba cómo es que había llegado allí.

Bajó las oscuras escaleras, no sabía qué estaba haciendo solo, en medio del desierto de nieve blanca que enterraba vivas a personas días y días que se internaban como sabuesos en busca de un tesoro inalcanzable que ni él mismo, con su vasta experiencia, había visto con sus propios ojos iridiscentes que parecían denotar la oscuridad que en su alma corrompida había.


Escuchó sus penas. Estaban en su mente desde que la había dejado partir.


Comenzó a ir lentamente a la soledad de la sala principal de su castillo; las decoraciones en negro tenían un toque especial de mugre que sólo él, con la falta de tacto por las cosas materiales, podía hacer que encajara en aquel espacio. Una fina manta de polvillo blanco se extendía por todos y cada uno de los elementos que allí había, excepto sus utensilios más preciados, los que utilizaba día a día tratando de por fin encontrar el hechizo correcto. Después de todo era el último brujo sobre la tierra que trabajaba por su propia cuenta sin que nadie lo obligara a nada. No como aquel hechicero que trabajaba para el Reino Blanco, ese que se vestía con pureza mítica, que ayudaba a los demás con sus poderes... aquel que, para Winx, había perdido el camino.

Se sentó en su trono, tenía uno propio, mucho más grande que el que había en cualquier castillo de Desolación, y aferró sus puntiagudas manos en los lados. Sus dedos se incrustaron en el metal frío, las uñas largas, llenas de suciedad del ambiente, comenzaron a sonar de a poco en aquel congelado material grisáceo.

Su túnica se deslizaba en el suelo, impregnado de polvo.

Ghuzttar graznó en su hombro. Era el único amigo que poseía, que jamás lo había abandonado. Estaba allí desde que tenía memoria, pero aun así quería recordar qué estaba haciendo allí.

Tenía muchas preguntas en su gran cabeza sabia... muchas preguntas que parecía que jamás respondería sin ayuda. Los hechizos estaban agotándose.

—Hola amigo —susurró mientras pasaba su gran mano blanca, cadavérica, sobre el lomo de su cuervo, quien recibió el gesto cariñoso con otro graznido—. ¿Dónde has estado hoy? Observé que no estabas desgarrando a nuestra amiga —pronunció aquella última palabra con un acento extraño, casi gutural, saboreando cada letra con la lengua afilada, larga, que poseía entre sus labios carnosos.

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