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—Yo... —empiezo, pero ella levanta una mano para que le permita hablar.
—No diré que me gustas —advierte—. No admitiré que me asustas. No diré esa estupidez de que eres más dulce que el glaseado o que tu torpeza es atractiva. No me escucharás decir que eres tan gentil que a veces dudo que seas real, y tampoco le romperé el coche a piedrazos a la persona que quiera atentar a arrebatarte todas esas cosas preciosas que eres, aunque sería capaz y lo sabes. No reconoceré que con todas las personas que estuve antes debía esforzarme para sentir que podía ganarme su cariño, incluso si eso significaba ser un poco menos yo y parecerme más a quien ellos querían. Por lo tanto, no admitiré que quiero ir despacio porque no deseo perderme en ti o que tú te pierdas en mí ya que la idea es encontrarnos por separado y ser compañeros de caminata. Y, bajo ninguna circunstancia, diré que siento más que exasperación cuando estoy contigo a pesar de que es la mentira más grande del mundo.
Sonrío como el zopenco que siempre fui.
—Es un alivio que no hayas dicho ninguna de esas cosas. De otra forma, las usarías en tu contra.
