Capítulo 13: María Paz Anaya Villareal, la monja

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—Estaba demasiado impaciente por hablar con usted, doctora Davenport —aseguró sor María Paz entre jadeos, justo después de haber cruzado la puerta arqueada de la capilla del Hotel Olympo —. Gracias a Dios decidió recibirme en este instante. No sé qué hubiese hecho si fuese de otro modo. Debe escuchar todo lo que tengo que decir ahora mismo —agregó apresurada, aproximándose al altar para tomar a Claire de las manos —. Se dice que los tiempos del Señor son perfectos y no puede haber frase más acertada.

—Si usted está ávida de hablar conmigo, no puede imaginarse cuan ansiosa estoy yo de escucharla, sor María Paz.

La monja apretó las manos de Claire para después soltarlas y observar directo hacia la estatua de Jesús crucificado que colgaba en la pared del altar. La mujer se persignó con devoción y susurró palabras inentendibles.

—Venga conmigo, por favor —dijo sor María Paz, halando con delicadeza a Claire para conducirla hacia uno de los largos bancos de madera opaca.

Cuando estuvieron ubicadas, la monja sonrió. Se veía nerviosa y Claire lo pudo percibir. Se notaba que ocultaba algo muy importante. Lo único que no comprendía la psiquiatra era cómo un asesino podía estar tan ansioso por confesar su crimen y terminó por suponer que se debía a algo religioso que no comprendía.

—Es bueno rezar antes de iniciar, doctora Davenport, de esa forma Dios mantendrá nuestras mentes abiertas y nuestros corazones misericordiosos y humildes ante las verdades —dijo la monja, antes de arrodillarse sobre las baldosas frías y muertas de la capilla —. Arrodíllese y rece conmigo. No hay nada de lo que deba avergonzarse frente al Señor. Él es infinitamente misericordioso y perdonará todos nuestros pecados.

—No rezo, sor María Paz...

—¿Entonces cómo se comunica con el Altísimo, doctora?

—No lo hago. No creo en Dios. Soy atea —afirmó Claire.

El rostro de María Paz Anaya Villareal se tornó pálido y perdió su tono canela delicado, sus ojos almendrados se oscurecieron aún más y esbozó un sentimiento de horror. Se puso en pie, apremiante, y apretó las manos de Claire tan duro que la hizo soltar un gemido.

—Pobre criatura —dijo, acariciando el rostro de la doctora —. El Señor te tiene muy en cuenta y espera tu pronto regreso a su gracia, Claire Jillian Davenport. No importa cuántos pecados hayas cometido, eres su hija y él te indultará.

—No discutiremos sobre mi religión y mis creencias, sor María Paz. Le pido, con respeto, que no juzgue mi falta de creencia y mis convicciones. No pongo en una balanza su derroche de fe, así que espero usted no me crucifique por mi falta de ella.

La monja asintió, parecía comprender totalmente a Claire, o más bien le tenía lástima, una lástima infinita que se percibía en su cara con toda claridad. Era como si estuviese viendo a un perro callejero y muerto de hambre que había perdido a su dueño hacía años.

—Rezaré por usted —aseguró la monja, con una sonrisa condescendiente y se arrodilló a orar entre susurros rápidos e incomprensibles.

Claire observó la figura del Jesús crucificado y sus viseras se constriñeron. Siempre le había causado pavor el arte religioso cristiano católico. Era terriblemente realista y generalmente representaba situaciones dolorosas y melancólicas. No había nada que le quitase el apetito como aquello.

Sus estancias en Italia, cuando iba a visitar a la familia de Pietro, los Di Marco, siempre se le hacían complicadas de sobrellevar. No soportaba tantas figuras, estatuas, fuentes, cuadros, óleos, velas y miles de millones de objetos más con aquel arte religioso tan espantoso.

Olympo en PenumbraWhere stories live. Discover now