DIECIOCHO

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1

William estaba sentado ante el escritorio de su oficina, con ambos abrigos sobre el sofá, al otro extremo de la habitación. Uno dentro de una bolsa, el otro replegado delicadamente sobre la superficie del sofá. Mientras bebía su café cargado, se preguntaba qué haría. O más bien, cómo haría para devolverle ambos abrigos a esa muchacha desquiciada. Si hasta parecía que cada día que pasaba, ella mostraba más y más facetas de un temperamento colérico.

O bueno, puede que "desquiciada" y "colérico" fuera una exageración.

La muchacha era intensa, pero no lo no era mucho más que cualquier chica de diecinueve años. Él era el adulto allí, uno de casi treinta años. Si alguien debía poner la nota de cordura ahí era precisamente él. Y eso haría. Apenas terminara ese café, pondría punto final al asunto de los abrigos de una buena vez.

Entonces, ambos podrían volver a ser estudiante y maestro.

Se tomó su tiempo con el último sorbo de café. Luego, dejó el vaso a un lado y cogió su teléfono. Le enviaría un correo para citarla a su oficina el día de mañana (podría haberlo hecho hoy si no fuese porque tenía una agenda condenadamente apretada) y, allí mismo, con la puerta abierta, le haría entrega de ambos abrigos. Una vez hecho, olvidaría por completo a esa chica. No tendría más sueños raros, no se quedaría observando más de la cuenta su largo cabello pelirrojo ni aspiraría la fragancia florar que despedía cuando se movía de aquí para allá.

2

Elena ingresó a su tienda favorita. Había tenido un día horrible con unos clientes igualmente horribles, de modo que necesitaba una vía de escape. Y comprar ropa había sido siempre su mejor vía de escape. Una suerte de droga, si se quería. Un elixir rejuvenecedor.

Tan pronto la vieron entrar, dos asistentas se acercaron diligentemente a ayudar. Elena era, después de todo, la clienta favorita porque siempre salía de allí con un montón de bolsas e incluso daba algo de dinero a las asistentas por la infinita paciencia que estas tenían al asistirla.

— Buenos días, señorita Folks — saludaron ambas a coro.

Elena hizo una leve inclinación a modo de saludo e inició de inmediato su recorrido por la espaciosa tienda en busca de algo que le llamara poderosamente la atención. Así debía ser. Comprar ropa era como enamorarse por primera vez. Un flechazo instantáneo, una conexión cósmica con la prenda de la que no podrías deshacerte hasta que la compraras. Y si no lo hacías, por dios, el dolor era infinito. Elena siempre se llevaba la prenda que la enamoraba.

Tuvo que dar varias vueltas hasta que por fin hizo una conexión cósmica con un abrigo negro, que se abría como una flor y poseía unos sofisticados botones dorados. Era simplemente hermoso y parecía hecho para ella. Cuando se lo pidió a una de las asistentes, sin embargo, recibió una extraña respuesta.

— Su prometido, el señor Horvatt, ya compró ese abrigo, señorita Folks.

— ¿Qué quiere decir con que ya lo compró?

Elena no podía imaginar a William paseando por esa tienda en búsqueda de ropa para ella. No era su estilo. Las únicas veces que había puesto un pie allí había sido para acompañarla, pero siempre permanecía en la entrada, muy cerca del umbral de la puerta de vidrio y con un gesto de visible incomodidad.

Las asistentes se miraron medio asustadas. ¿Acaso habían arruinado una sorpresa? Una de ellas, la con una sonrisa de un millón de dólares y el cabello engominado en un apretado moño, fue la encargada de explicar la situación. Elena escuchó con una mueca de incredulidad en el rostro. William, su William, había ido una tarde a la tienda en búsqueda de un abrigo a pesar de que no era de los que solía transitar por centros comerciales. De hecho, si vestía a la moda era única y exclusivamente porque en el mundo del derecho el buen vestir era parte de la esencia de un buen abogado.

EL DEBIDO PROCESODonde viven las historias. Descúbrelo ahora