SIETE

6.4K 341 52
                                    




1

Advertida por las circunstancias vividas, May se aseguró de revisar su correo electrónico el sábado por la mañana antes de emprender el viaje a casa de sus padres.

Al hacerlo, se encontró con dos correos nuevos. Uno era un correo enviado a todos los estudiantes de la universidad para recordarles que se daba inicio al periodo de postulación a las becas estatales y el otro era un correo de su "queridísimo" profesor de derecho común.

Lo revisó con cierto resquemor, pero se sorprendió de encontrarse con una buena noticia. Él le enviaba el trabajo revisado y, aunque con una excesiva corrección de forma, lo calificaba con un aceptable siete, en una escala que iba del uno al diez. Luego, a modo de cierre del escueto mensaje, insertaba al pie de página una breve cita, probablemente sacada de un libro.

May no necesitó leerla completa para reconocer que se trataba de una cita de uno de sus libros favoritos, cuyo autor era nada más y nada menos que Effiel, también de sus favoritos. Sin embargo, antes de que la emoción le hiciera dar un brinco fuera del asiento, cayó rápidamente en cuenta de que aquella cita estaba programada para aparecer en todos los correos que William Horvatt enviaba. No iba dirigida especialmente a ella, ni nada parecido. Aun así, la emoción ya había apresado su cuerpo en la forma de un nudo en la garganta y un temblor ansioso de manos.

No tenía ni la remota idea de por qué le emocionaba tanto que William Horvatt compartiera sus gustos. Después de todo, se trataba del insoportable, obsesivo y pedante maestro de derecho común, el que, por cierto, había corregido hasta el último detalle caligráfico en su ensayo. No había necesidad de ser tan quisquilloso, pero ahí lo tenía. Una muestra más de la pedantería de ese sujeto.

Entonces, ¿por qué no podía simplemente dejar pasar esa simple coincidencia?

Porque era masoquista, de seguro. ¡Si hasta barajaba la idea de enviarle un correo preguntándole acerca de la condenada cita! Y encima, quería intentarlo aun después de haberse enfrascado en una discusión con él hace unos días. William Horvatt no solo no le respondería si ella le escribía, sino que además la denunciaría con las autoridades como una forma de cobrarse su venganza definitiva.

Escribirle sería una imprudencia. Y ella ya había completado el límite de imprudencias permitidas. Pero, aun así, no podía sacarse la idea de la cabeza. Los dedos les escocían sobre el teclado de su computadora y en la mente no dejaba de repetirse la cita de Effiel.

¿Por qué justo tenía que ser esa cita?

Convencida de que solo era curiosidad, abrió el correo de nuevo y la releyó. Luego, sus ojos vagaron un momento en torno al mensaje hasta detenerse, de casualidad, un poco más abajo, donde el pomposo nombre de William E. Horvatt Depardí cerraba el correo.

May se sorprendió repitiendo aquel nombre en voz alta y experimentando luego el deseo de escribirle como el cosquilleo en la nariz provocado por la aproximación de un estornudo. Por supuesto, trató de rechazarlo sacudiendo la cabeza, pero lo cierto era que estaba tan fascinada con la idea de tener algo en común con un hombre como él, que hasta su nombre completo le resultaba exultante y atractivo.

Al final, se rindió a aquella absurda emoción y comenzó a redactar un largo mensaje. En el proceso, no obstante, se dio cuenta de que todo se leía demasiado desesperado. Como no quería darle un motivo más para rechazarla, borró todo y pensó en algo más casual. Algo que llevara a William Horvatt a responder, en lugar de enojarse e ignorarla...

Entonces lo recordó. O más preciso, de súbito le asaltó una escena de William Horvatt recogiendo su ejemplar de bolsillo de El Debido Proceso y diciendo algo que en su momento no había tenido ningún sentido, pero que ahora se mostraba como una prueba irrefutable de la conexión que los unía.

EL DEBIDO PROCESODonde viven las historias. Descúbrelo ahora