QUINCE

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Lesta despertó a causa del ruido constante en el ambiente. Esa ciudad parecía no dormir nunca. Daba lo mismo la hora que fuese, siempre había alguien en algún estúpido lugar, metiendo ruido. Antes de dormir, había sido un vecino acudiendo al baño cada media hora. Luego, en medio de la noche, a eso de las cuatro de la mañana, una ambulancia le había arrancado el sueño de golpe. Tardó casi dos horas en volver a conciliar el sueño precisamente porque los sonidos no acababan. Una musiquita lejana, un vecino madrugador, una moto con un ensordecedor tubo de escape. Ni siquiera en sueños dejó de escuchar el resumidero del vecino y cuando abrió los ojos pocas horas después, el primer sonido que llegó a sus oídos fue el condenado retrete del sujeto de arriba.

¿Cómo podía una persona cuerda vivir con todo ese ruido y seguir autocalificándose como una persona cuerda? Había bastado solo esa noche para que Lesta sintiera que perdía un poco el juicio. Si hasta contemplaba la opción de ir hasta el apartamento del vecino de arriba para agarrarlo a golpes. Un escarmiento tal vez lo ayudaría a pensárselo mejor antes de ir al baño por cualquier razón.

Echó una mirada al reloj sobre la mesita de noche y descubrió que eran cerca de las diez de la mañana. Él jamás se la pasaba más allá de las diez en la cama.

Se frotó los ojos, mientras bajaba los pies al suelo. Antes de que incorporarse del todo, la puerta de la habitación se abrió y una despeinada pelirroja vestida con camisón de pijama hizo acto de aparición. Sonreía, una sonrisa de blancos dientes, amplia, fresca y condenadamente persuasiva. Lesta estaba resignado al hecho de que podría lanzarse a las vías del tren por la sonrisa de May Lehner.

— Buenos días, dormilón, ¿a que fue una plácida noche en la ciudad? — preguntó May, yendo a sentarse a su lado en la cama.

Lesta jamás calificaría de "plácida" la infernal noche que había tenido en esa ciudad, pero prefirió no ser tan directo en cuanto a su mala experiencia. Tampoco se trataba de echar abajo los esfuerzos de su amiga.

— He tenido mejores — respondió, encogiéndose hombros.

May le dio un suave coscorrón.

— No tienes que fingir. Te juro que no le diré a nadie que lo disfrutaste — enseguida, soltó una carcajada y se levantó de un salto para dirigirse otra vez a la puerta — Anda, ve a darte una ducha mientras yo preparo el desayuno. Ya verás que al final, seré yo la que tendrá que echarte a patadas porque no querrás irte de mí lujoso apartamento.

Y sí, probablemente cuando llegara el domingo por la tarde, Lesta no querría irse, pero no sería por las cualidades de la ciudad, que no tenía ninguna. Sería por ella. Por esa ruidosa pelirroja que a pesar de no medir más de un metro sesenta, llamaba la atención como un enorme cartel luminoso. La primera vez que la vio, Lesta se esforzó un montón por no mirarla, pero falló en cada uno de sus intentos porque ella era como un imán y su cabello — a veces castaño cobrizo, a veces casi rubio — le hacía experimentar la necesidad imperiosa de enredar los dedos y de, tal vez, ir un poco más lejos. A veces, cuando se bebía un par de cervezas y comenzaba a divagar un poco, se sorprendía preguntándose cómo se sentiría besarla. De inmediato, sacudía la cabeza, arrepentido por el pensamiento y trataba de pensar en otra cosa.

En ese momento, mientras ella se retiraba de la habitación, con su largo cabello ondeando detrás, Lesta también tuvo que sacudir la cabeza y desechar el impulso de levantarse, retenerla a su lado y susurrarle al oído que lo único en esa maldita ciudad que lo haría volver sería ella.

"Hasta de la muerte, si pudiera, May", le diría. "Incluso desde allí volvería, solo por ti"

2

EL DEBIDO PROCESODonde viven las historias. Descúbrelo ahora