—Dime lo que debo esperar. —Lot se inclinó un poco, apoyando el codo sobre la rodilla. Su piel seguía lustrosa.

—No es fácil…

A Liam le temblaba la voz. Aquello le puso nervioso, saberle afectado le hizo sentir el suelo más etéreo, menos sólido bajo los pies.

—No me importa. Es tu deber. También tienes que prepararme para esto. Así que déjate de sentimentalismos y hazlo de una vez —espetó—. Me estás haciendo perder el tiempo que me queda.

El silencio al otro lado de la línea se volvió tenso.

—Bien. Disculpa mi falta de profesionalidad y mi exceso de sentimentalismo. Está claro que este es un asunto que debe ser tratado con eficiencia administrativa. —Aunque su timbre nunca dejaba de ser hermoso, la voz de Liam había perdido toda calidez. Pronunciaba las palabras a golpes, de forma brusca, disparándolas como si fueran balas de su fusil—. Te mandaré un correo electrónico con todos los detalles sobre cómo va a ser tu muerte, Lot Anders. Así sabrás a qué atenerte, si es que no te atrapan antes, te destrozan y te envían al reciclaje. ¿Satisfecho?

—No te queda nada bien ser cruel.

—¿Y de quién es la culpa? Tú me haces serlo.

El irlandés había alzado la voz. Lot se irguió de golpe, sobresaltado. No recordaba haber escuchado alzar la voz a Liam más que un par de ocasiones. Decidió suavizar las cosas e intentó mostrarse cómplice.

—Eh, eh. Vamos, Liam, no te pongas dramát…

—Vete-al-infierno.

Tres pitidos largos señalaron el final de la comunicación. Lot entrecerró los párpados y miró el teléfono con rabia. Apretando los dientes, lo estrujó entre los dedos hasta que los nudillos se le pusieron blancos y al final lo lanzó con furia contra la pared. El teléfono móvil rebotó y cayó al suelo. La tapa saltó y cayó, oscilando, la batería se deslizó hacia un rincón como un disco de hockey y el objeto negro y metálico se quedó girando sobre sí mismo en el centro exacto de una baldosa.

. . .

Escena 15, toma segunda.

Me levanté a mediodía, muerto de hambre, solo para comprobar que no tenía el desayuno hecho. No es que fuera un marqués, nunca lo he sido. Pero en aquellos días, Lot me había acostumbrado muy mal y me extrañó que no oliera a tortitas o a gofres. Salí al salón mientras me abrochaba los pantalones, adormilado, y miré alrededor. Al hacerlo, una sensación fría me estampó su huella en el pecho, inquietándome de buena mañana. Vale, no era por la mañana, pero maldita sea. Encontrarse, recién levantado, con que han cambiado los muebles de sitio no es agradable. Y menos para mí, al menos por entonces. No me gustaba que tocaran la casa de Alex. Él la había dispuesto según las directrices del feng shui, buscando la armonía, el correcto fluir de las energías y no sé qué historias más, pero aparte de eso, era su museo. Era la constancia de su existencia, era el refugio, estaba impregnado con su presencia, aún quedaba su olor —mi olor—, los ecos de su vida allí, la que yo había visto con mis ojos y bebido con mi boca. Y no me gustaba que lo profanasen. Ni siquiera Lot.

Lo había movido todo, el muy demonio. La estantería con los libros había desaparecido de su sitio junto a la ventana y estaba empotrada entre el sofá y la puerta. Se notaba que había sacado todos los volúmenes para moverla, porque estaban dispuestos en un orden diferente. Y las figuritas decorativas se habían mudado a la mesita de la televisión. La otra estantería tenía su contenido apretado en las baldas superiores e inferiores. Las centrales habían sido conquistadas por el ilusionista, que había amontonado ahí un buen puñado de libros largos y planos, de tapas duras. La ventana no tenía la celosía de madera, la había sacado y estaba apoyada en el suelo. La luz entraba a raudales y caía sobre una mesa alta e inclinada, de patas de metal y con un tablero blanco, muy ancho. En una esquina del tablero se amontonaba el material: un lapicero, una caja de madera abierta llena de instrumentos geométricos de los cuales solo supe identificar la escuadra y el cartabón y un montón de lápices, gomas de borrar y rotuladores. También una caja de lápices de colores de madera, de una marca alemana. Alrededor, en la pared y en los marcos de la ventana, algunas fotos de Alex brillaban como manchas de color: imágenes de edificios, tejados, esquinazos. Fotos de la ciudad, pegadas a los muros, rodeándole, al alcance de su vista.

Flores de Asfalto II: La SalamandraWhere stories live. Discover now