Capítulo 17

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—No me puedo creer que realmente creyeras que diría que no a una lasaña.

Puse los ojos en blanco.

—¡Déjame en paz ya con el tema! —protesté, mirando al frente.

Jen se cruzó de brazos, también mirando al frente. No me podía creer que me hubiera estado torturando con la maldita lasaña durante todo el camino.

Mike, por cierto, solo se reía de mí en el asiento trasero.

—Por cosas como esta me alegra estar solo —murmuró felizmente.

—Y así seguirás —mascullé, molesto.

—Bueno, siempre tendré a mi hermanito querido.

—No.

—Y a mi cuñadita querida.

Jen le dirigió una mirada de ojos entrecerrados un instante antes de quedarse en silencio por un buen rato. De hecho, parecía tan concentrada en algo que me vi obligado a pincharle el brazo con un dedo para que volviera a la vida.

—¿En qué piensas tanto?

—En que deberías estar agradecido por esa sudadera tan bonita y nueva que llevas puesta.

Bueno, vale. La sudadera que me había comprado me gustaba.

Pero ¿admitirlo? ¿Yo? Jamás.

Llegamos a casa de mis padres y dejé el coche en el garaje. Mike fue el primero en entrar y saludar a mamá.

Menos mal que Jen todavía cerraba la puerta del garaje cuando mi madre se acercó con una sonrisita feliz y me estrujó las mejillas con los dedos.

—Me alegra que hayáis venido los dos juntitos —canturreó.

—Mamá... —mascullé, avergonzado, intentando apartarme.

Al menos tuvo la piedad de soltarme cuando Jen llegó.

—Hola, querida —le dijo mamá con su sonrisita encantada—. ¿Cómo estás?

—Bien. Gracias por invitarme —Jen sonaba bastante tímida.

—Gracias por venir. Jackie me había dicho que quizá no querrías.

Jen me dirigió una mirada rencorosa, desenterrando el hacha de guerra por enésima vez.

—Madre mía, tampoco he matado un perrito —mascullé—. No me mires así.

Y empezaron a burlarse de mí. Puse los ojos en blanco. Hora de ir a ver a mi abuela.

Casi me caí de culo al suelo cuando la vi masacrando un supermercado con mi hermano en la consola.

—¿Tengo que matar a ese? —le preguntó a Mike con una mueca de concentración.

—¡Sí, rápido o sacará una ametralladora y...! —ahogó un grito cuando la pantalla se volvió roja—. ¡ABUELA! ¡Ya te ha matado!

—Pero... ¡si era un niño!

—Abuela, tenía treinta años.

—Pues eso, un niño.

—¡Saca ya las granadas o...! ¡¡ABUELA!! ¡Vas a hacer que nos maten a los dos!

—¿Sabes lo que contamina una granada, jovencito? No usaré eso.

Jen me dedicó una sonrisita divertida antes de que ambos nos acercáramos a ellos. Creo que ninguno de los dos se dio cuenta de nuestra presencia hasta que estuvimos justo al lado y mi abuela miró a Jen con una sonrisita encantada que era casi la misma que la de mi madre.

Tres mesesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora