Capítulo 9 | Riquezas de Avonlea

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La bocina del tren cesó. Sus puertas se abrieron, y la gente comenzó a descender. Un muchacho más bien bajo y desarreglado, pero de rostro alegre, se acercaba al vagón a darle la bienvenida a su amigo, un muchacho totalmente complementario al primero; alto y muy elegante, que llegaba desde su ciudad.

-¡Frederic! -exclamó el recién llegado, con los brazos abiertos.

El anteriormente nombrado fue a su reencuentro y se hundieron en un profundo abrazo de bienvenida.

-Vamos, dejé el carro en el camino. Querrás almorzar algo.

-Exactamente, estoy famélico.

Caminaron un trecho, subieron al carro, y arrancaron rumbo a la casa del hospedante pueblerino.

Una persona los observaba sorprendida.

-🦊🥕-

Anne había amanecido algo agitada. Había tenido sueños y pesadillas desde esa tarde que pasó con Gilbert Blythe. No se podía sacar de la cabeza lo que había pasado, y estaba cada vez más confundida.

Se levantó, y luego de su aseo diario, bajó a ver si Marilla necesitaba su ayuda. Dado la negativa que le presentó ésta, decidió visitar a Diana, con la excusa de que le pediría trabajos para la escuela.

Se abrigó y salió.

Decidió tomar el camino que llevaba hasta el Sendero de los Abedules, para así llegar rápidamente a la casa de su mejor amiga.
Dicho sendero parecía, como tantos rincones de Avonlea, un lugar creado nada más y nada menos que por las mismísimas hadas. Un valle umbrío, susurrante, aromático; sus flores parecían cantarle las más hermosas sonatas jamás imaginadas, dulcísimas y delicadas, como cada uno de los pétalos que la componía.

Una bandada de pájaros, posiblemente juncos de ojo negro, se dirigía alineadamente hacia el sur, a pasar el invierno protegidos.
Anne los siguió devotamente con la mirada hasta que desaparecieron en la espesura.

Ante la vista soñadora de la muchacha, un mágico e infinito camino de verdes abetos, cargados de ramas y hojas, peleando inútilmente entre ellos por alcanzar el distante e inmenso cielo.
Las puntas de aquellos, majestuosos y respetados reyes de la naturaleza, bailaban al compás del suave ritmo de la brisa, quien se divertía haciéndolo, y hacía divertir a todo el bosque.
Si alguna mente soñadora, un elegido por las hadas, pasaba por allí, podría escuchar las risitas de los pequeñitos seres que correteaban jugueteando entre ellos.
Y este era el caso de Anne. Ella poseía ese don de comunicarse con todos y cada uno de los cuerpecillos vivientes, ya sean los seres mágicos que allí habitaban, como las almas escondidas dentro de las ramas y hojas de las plantas.

Las margaritas, coronadas con su tiaras doradas, ataviadas en sus magníficos vestidos, emperifolladas sus cabezas con las más finas perlas, posaban deliciosamente a la vista de todos los animales; pero no le ganaban a las violetas, o incluso a los ásteres. Para aquellas, existía un mágico lugar ubicado más adelante en el camino, al cual Anne había bautizado el Valle de las Violetas.

La jovencita observaba todo maravillada, deleitándose cada vez que abría sus ojos luego de cada pestañeo. Estaba agradecida desde el primer día que llegó a Avonlea, y lo estaría de por vida. Todo eso era simplemente delicioso a la vista de cualquier ser que sepa apreciar la verdadera belleza en las cosas.

Se detuvo a oler una florcita, perfumada con el más exquisito y dulce aroma, regocijándose su alma en cada inhalación.
Comenzó a cantar las delicadas melodías que emitían los pájaros, y finalmente se tumbó de espaldas sobre un acolchado colorido e impregnado de los más exquisitos perfumes del reino de las hadas y los duendes, olvidándose de su misión en casa de Diana.

Y así la encontró un muchacho alto, de mirada pícara y sonrisa burlona.

-¡Gilbert Blythe! ¡No vuelvas a asustarme así! -exclamó Anne incorporándose rápidamente, e intentando esconder sus ruborizadas mejillas tras sus despeinados mechones de cabello, que caían descontroladamente por ambos lados de su pálido rostro, siempre contrastando con el color de este.

Él rió y le extendió su mano para ayudarla a levantarse.

-Mi intención no fue asustarte, eras vos la que no estaba prestando atención y no me vio que venía caminando por el sendero. Vamos, te acompaño a casa.

-En realidad voy a casa de Diana, muchas gracias y con permiso -contestó airadamente, mientras se abría paso por entre el cuerpo del muchacho y retomaba su camino.

-Está bien, entonces te acompaño hasta allí.

-Sé llegar sola -reprochó.

Gilbert no dijo nada más. Pero como sabemos que desde siempre fue un muchacho terco, la siguió silenciosamente.

La paz que reinaba en el mágico Sendero de los Abedules se hallaba interrumpida. Anne ya no podía mantenerse tranquila, no con Gilbert a su lado. Su corazón latía a una velocidad inexplicable, se sentía incómoda, y el silencio era irritante. Para su suerte, su acompañante no aguantó mucho más, y terminó abriendo su boca.

-Anne... tenemos que hablar sobre la otra tarde... -le dijo, pausadamente, algo avergonzado.

La muchacha se dio cuenta que hubiera preferido mil veces el silencio incómodo, a tener que entablar conversación de ese tema.

-No, Gilbert... por favor. No hay nada de qué hablar. Ni pasó nada. Dejémoslo ahí, fue una equivocación...

Gilbert se sintió dolido ante esas palabras. ambos sabían que había pasado algo y le molestaba el hecho de que Anne no lo reconociese.
Por otro lado, ésta sintió su corazón oprimirse. Se sintió cruel, pero al fin y al cabo tenía razón. Ninguno podía estar enamorado del otro. Era algo totalmente imposible.

La travesía finalmente terminó. Gilbert dejó a Anne en la puerta de los Barry y siguió su camino, pensativo.

-¿Ese era...? -atendió Diana.

-No Diana, ahora no por favor.

𝐥𝐚 𝐝𝐨𝐮𝐥𝐞𝐮𝐫 𝐞𝐱𝐪𝐮𝐢𝐬𝐞 - 𝑎𝑤𝑎𝑒 Where stories live. Discover now