De cuando Julius le robó el tinte a una anciana

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Hicieron un torneo rápido de piedra, papel o tijeras para ver quién tenía que transmitirle las malas noticias a Gia.

Cómo no, perdió Selene.

Abandonó la cocina entre palmadas de ánimo, atravesó el salón tan lento como sus músculos se lo permitieron y cogió fuerzas para salir a la terraza. Temerosa, dio un par de golpes con el nudillo en la puerta corredera de cristal. Gia se sacó uno de los auriculares de la oreja. Tenía los pies en lo alto de aquella mesita que habían sacado para poder desayunar o merendar tomando el sol. Al ver que tardaba en decir nada, se sacó el auricular que faltaba y puso las piernas en su sitio. Frunció el ceño una pizca. Selene tragó saliva.

—No quedaban espaguetis.

Caos. Gritos. Destrucción.

No, en realidad no pasó nada de eso. Gia dio un resoplido medio de broma medio en serio y se puso de pie.

—¿Y qué hacemos de comer hoy?

Usó el plural, pero era ella la que se había presentado voluntaria para cocinar pasta siguiendo la Receta Secreta Familiar. Esa receta que, entre otras muchas cosas o más bien sobre todo, llevaba espaguetis.

Julius era quién tenía que responder a esa pregunta. La noche anterior habían hecho entre todos una lista de la compra de esenciales para sobrevivir a largo plazo. Cuando el alba les dio la bienvenida, cuando los gallos cantaron un nuevo día, el valiente hombre de la casa se armó con su bolsa de tela reciclada en una mano y con otra bolsa de tela reciclada en la otra mano y abrió la puerta, dispuesto a aventurarse hacia el peligroso exterior. La tuvo que cerrar, porque Gia no había comprobado si llevaba bien puesta la mascarilla. Se la retocó de tres o cuatro maneras distintas. Parecía bastante más preocupada de lo que sería lógico — Julius estaba sano como un tronco, o como cualquier tipo de planta, en cualquier caso, y era muy joven, y sería muy raro que, de pillar el virus, pudiera llegar a pasarle algo grave de verdad.

Nadie supo cómo preguntarle al respecto, así que lo dejaron ir.

El caso era que Julius tendría que haber comprado espaguetis, pero lo que traía en la bolsa era un paquete de tres kilos de pasta con forma de dinosaurios.

—Lo siento.

—Jules, no es tu culpa que haya una pandemia global y la gente se lance a comprar alimentos no perecederos como si la única salida posible fuera atrincherarse en un búnker.

—No. Lo siento porque sí que quedaban espaguetis. Una bolsa. Pero he visto estos y me han parecido mucho más divertidos. Perdón.

Se quedaron todos callados un segundo hasta que a Storm, que estaba sentada en la encimera, se le escapó la risa. Era una carcajada tan grande y tan sincera que se les pegó. Cuando siguieron hablando solo pudieron hacerlo en ese tono que dota a las palabras de un aire estúpido:

—¿Me estás diciendo que tenemos que sobrevivir al confinamiento con dinopasta infantil porque te han hecho gracia las formas?

—Sí.

Ahora pasaron a reírse los cuatro. Con carcajadas de hipo de las que que se suceden tan rápido que apenas suenan y te dejan lagrimillas en la base del ojo. No era tan gracioso, probablemente, pero estar encerrado con tus amigos hace que todo lo parezca. Sobre todo sin son amigos que llevas tres años echando de menos, porque ya has conocido el retorcido sentido de humor que tiene la distancia. Ya sabes que, por muy eterno que parezca un instante, el tiempo que pasarás recordándolo es mucho más grande.

Selene no quería recordar; quería vivir.

Quería vivir todo lo que aquellas semanas le dejaran vivir, y pensaba aferrarse a cada risa desproporcionada, cada abrazo que no parecía venir a cuento y cada conversación plana e irrelevante tanto como el presente se lo permitiera. Que durase. Que durase mucho, por favor.

Una cuarentena que nunca acabaWhere stories live. Discover now