De cuando Gia sí que quiso - de cuando lo quiso todo, todo, Todo

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La culpa no la tenían las pesadillas. En esta ocasión no. No, porque las pesadillas vienen una vez te has quedado dormida, y ese era el problema de Giada Dazzo: que estaba despierta.

Eran las cinco de la mañana y seguía despierta.

Su habitación se le antojaba extraña, aunque reconociera cada gruñido del parqué. Aunque las paredes estuvieran forradas de fotos que había sacado ella. Aunque los zapatos de charol de Elena se asomasen desde el zapatero.

Había cambiado mucho en muy poco tiempo. Aquella habitación ya no era capaz de contenerla. No se había amoldado a su nueva forma, tampoco tuvieron tiempo para que Gia volviera a reconocerse entre sus grietas, no se produjo ningún acercamiento. Ningún punto medio, ninguna tierra de nadie (de ambas, de todas,

todo.

Todo). Había cambiado mucho y aquella habitación seguía igual.

Dio otra vuelta entre las sábanas. Ojalá fuera una tortilla de patatas, ojalá bastase con dar tres o cuatro más para llegar a la culmen de su existencia. Terminar de hacerse girando. Así de fácil.

Había cenado tortilla de patatas de su madre. Seguía igual de rica que siempre. Sí: las sartenes y las ollas de su madre seguían siendo capaces de contenerla, de abrazas cada fibra de su cuerpo. Todas las fibras de su cuerpo. Todas.

¿(Todo) Había cambiado tanto, entonces?

Hay cosas que se mantienen y cosas que no. Esa parecía la respuesta más coherente.

¿Se le quemaría la base si no conseguía dormir pronto?

Tres cosas.

Se acordó de golpe entonces. Antes de que el problema fuera la habitación, antes de que ella supiera que ella no era el problema, antes de que creyera que el mundo se acababa — justo después de que creyera que su mundo se acababa —, Gia elegía tres cosas y las contaba. Tres cosas que le gustaría recordar. Tres cosas por las que hubiera valido la pena levantarse de la cama un día más.

El último de esos días en los que necesitó contarlas, las tres cosas fueron tres nombres.

Sonrió. Qué coincidencia.

Habían pasado tres años. ¿Y qué tenía aquel día, aquella noche?

Los mismos tres nombres.

Julius Montgomery.

Julius Montgomery... estaba raro.

Llevaba raro varios días. Mira que él es raro ya de por sí, ¿eh? Pero a Gia no se le escapaba una. Y aunque tardó en darse cuenta, porque había muchas cosas ocurriendo al mismo tiempo (y sus ojos estaban imantados en otra dirección), lo notó.

El modo en que cada vez cambiaba más rápido de tema. El modo en que se callaba sin darse cuenta, sus ojos llenos de sorpresa cuando volvía a ser consciente de que tenía gente a su alrededor. El modo en que casi podía oír su cerebro rumiando desde la habitación contigua.

—Estás raro. —Le dijo la noche que Storm y él compraron los billetes de vuelta, justo cuando salieron de su habitación. Él le respondió algo como rarucci o rarotto o lo que sea que pensara que fuera una buena imitación del italiano y después le cerró la puerta en la cara. Le dio bastante igual. Gia no se rendía así de fácil.

—Estás raro. —Le dijo dos días atrás, mientras esperaban a que su tarta de kiwi saliera del horno. Él abrió el aparto y, con cuidado de no quemarse los dedos, hincó un palillo de dientes en el bizcocho. Al sacarlo se le quedaron pegados varios trozos pegajosos de masa. Seguía sin estar lista. Igual que Julius.

Una cuarentena que nunca acabaWhere stories live. Discover now