De cuando Julius se declaró mujer florero

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Economici. Claramente significa «económico».

Soggetti es como espagueti.

Prezzi tiene que ser «precio».

—Qué fuerte. ¿La web esa de hacer powerpoints se llama «precio»?

Aggiuntive...

—Achuntibe. Chun. Es como que le vas a pegar a alguien.

Aggiun...

Storm oteó el trozo de pantalla que estaba leyendo Julius. El contexto imposible de que la página de una aerolínea ofreciera como extra reservar una pelea a puñetazos debió de darle risa y, además, estaba tomándose el vasito de leche de por las noches, lo cual es una combinación terrible. Empezó a toser sin querer toser. Esa es una combinación todavía más mala.

—¿Puedes respirar? —Dijo Julius al ver cómo la leche se le salía por la nariz. Ella respondió algo así como:

—Sgngsí.

—Tía. No quiero que te mueras. Ni que me manches la cama. Voy a...

Pero no le dio tiempo siquiera a incorporarse: Gia ya estaba en el marco de la puerta con un rollo de papel de cocina en una mano y un vaso de agua en la otra.

A Julius le hizo mucha gracia. Públicamente. Al fin podían hacerle gracia de forma pública esa y todas las otras cosas que ponían en evidencia lo pendientes que Storm y Gia estaban siempre la una de la otra. Aun así, no dijo nada. No le hacía falta.

—No tengo intención de morirme a una semana de que acabe la cuarentena —murmuró Storm, todavía entre toses. A ella le daba más igual la sonrisita ensoñadora que Julius no podía evitar que le saliera. A Gia, sin embargo...

—Es mi portátil, tonto del culo —dijo mientras se aseguraba de que el ordenador no hubiera sufrido daños. Pero lo hizo sentada en el borde de la cama, muy cerca de Storm. Sin quitarle el Mac de encima de las piernas cruzadas. Con la mano cerca, bien cerca de la suya mientras la noruega bebía agua a sorbitos—. ¡Es una cama de metro noventa! ¿Dónde quieres que me ponga? Deja de mirarme así.

Es verdad que la cama era diminuta. Ya estaban apretados cuando solo la ocupaban Storm y él, pero con Gia era imposible mantenerse a flote. Y Gia... Gia habría corrido trescientos kilómetros sin zapatos con ese vaso y ese papelucho para salvar la vida de cualquiera de ellos tres. No solo de Storm.

Pero, ¿qué podía hacer él? Era un enamorado del amor rodeado de bolleras que tardaban mucho tiempo en entender que se querían; es una combinación todavía más horrorosa que cualquier variante de reír mientras bebes líquidos. Aquellos murmullos de madrugada antes de que un colchón cayera al suelo, aquellas manos estáticas por miedo a encontrarse en la misma palomita, aquellas siluetas recortadas en el balcón frente con frente... Aquellas semanas que habían pasado, con todo lo que llevaban dentro. Aquellas semanas también habían sido buenas para él.

Es bonito ver que la gente se ama.

Tampoco le apetecía pararse a pensarlo demasiado.

Estuvieron cacharreando con los vuelos un rato más. Storm y él habían cogido una ida y vuelta juntos desde Nueva York, pero, claro, les pilló un poco de pandemia global de por medio. La fecha de regreso había pasado hacía ya más de mes y medio. No pudieron cogerlo, ni ellos ni nadie; lo suyo habría sido que la compañía les ofreciera uno nuevo. Por ahora no tenían claro si iban siquiera a devolverles el dinero. Lo que sí que sabían es que el confinamiento terminaba el 20 de mayo. Eso era lo único que sabían, de golpe y porrazo, después de aquellos meses tan inciertos: que el 20 de mayo la calle volvía a ser de todos.

Una cuarentena que nunca acabaWhere stories live. Discover now