—Se me ha perdido Alex.

—¡¿Cómo?! —Nun bajó la voz y le cogió de un brazo, intentando llevarle a un aparte. «Igual se cree que los jodidos limoneros nos van a escuchar», pensó él. ¿Y esa manía de tocarle? Le desesperaba, sobre todo en aquel momento en el que se sentía tan tenso. La muchacha siguió hablando en un susurro áspero y lleno de urgencia—: Por todos los santos, Lot, ¿cómo se te ha podido perder? No es un llavero ni una funda para el móvil, maldita sea. Es una persona. La gente no se extravía.

El ilusionista se liberó de su garra con fastidio y se colocó la chaqueta.

—¿Cómo que no? Se nota que no ves mucho las noticias. A los viejos con alzheimer les pasa constantemente. Y Alex tiene canas y es amnésico. No hay tanta diferencia.

—¿Estás comparando a Alex con un anciano enfermo? —Lot se encogió de hombros. Nun se pasó una mano por la cara—. Bueno, ¿me has llamado para que haga de público mientras entretienes al mundo con tus bromas absurdas, o quieres que te ayude? Si se trata de lo segundo, vas a tener que explicarme qué ha ocurrido. De forma práctica —puntualizó—. Y objetiva.

—Intentaré hacerte un resumen.

Para Lot Anders, contar historias era casi tan fácil como afeitarse, pero nunca ponía atención en ceñirse a los hechos. En aquella ocasión se esforzó por no inventar nada, y a pesar de la subjetividad de sus planteamientos, Nun le conocía lo suficiente como para saber separar la paja del grano.

Se ahorró los detalles. Descubrió, al recordar el momento en que discutieron, una suerte de dolor sordo que no podía explicar. Lo dejó pasar, aunque la sensación de que una sombra planeaba sobre su cabeza no le abandonaba. Cuando terminó, se había acabado el cigarro y en el interior de la iglesia apagaban las luces. Había finalizado la misa de medianoche y Nun le miraba con desprecio.

—Eres un hijo de puta.

—Mi madre no tiene la culpa. Lo hizo lo mejor que pudo. ¿Es todo lo que tienes que decir al respecto? —preguntó seguidamente—. ¿No vas a ayudarme?

—No —respondió Nun, vehemente.

Lot disimuló su sorpresa. No se había esperado esa respuesta.

—Entiendo —dijo con todo el aplomo que fue capaz de reunir.

—Esta vez estás solo, Lot —añadió ella. Tenía el ceño fruncido y un mohín de determinación en sus facciones infantiles. Los ojos le brillaban con ese resplandor antinatural propio de los augures. «Ah, augures, maldita estirpe de punkis inoportunos. Cuando nadie les necesita son unos entrometidos, pero basta que quieras algo de ellos para que te den con la puerta en las narices». Ella siguió hablando, ajena a sus pensamientos—. Ya estoy harta. Tú siempre miras por tu interés antes que por cualquier otra cosa. Utilizas a todo el mundo. Ya es hora de que te paguemos con la misma moneda, y, ¿sabes? Me alegro de que Alex te haya dejado. Ha sufrido mucho, demasiado. Y tú no se lo estás poniendo fácil.

—Para ser una augur veo que no tienes ni puta idea de nada, ¿eh? —replicó él con desdén. No tenía ganas de enfadarse. Las palabras de la chica le despertaban una leve irritación, pero poco más—. Ya sé que no soy un santo y nunca lo he pretendido. Pero ahora estás meando fuera de tiesto, querida. Aunque... bah, qué demonios. Da igual lo que diga, así que piensa lo que quieras.

Nun le miró con exasperación.

—Eres increíble. Te pones en riesgo tú, llamándome a través de las ondas de radiofrecuencia, me pones en riesgo a mí... y cuando nos encontramos, ¿así es como pretendes convencerme para que te eche una mano?

—¿Convencerte? Te lo he pedido y me has dicho que no, ¿qué más quieres?

—Joder, Lot. Insiste. Demuestra que esto te importa, maldita sea —espetó ella con exasperación.

Flores de Asfalto II: La SalamandraDove le storie prendono vita. Scoprilo ora