Estaba inmóvil en medio de un estrecho callejón, amparado tras un contenedor y mirando a uno de esos montones de mierda, intentando determinar si había debajo alguien o no, cuando una voz sonó detrás de mí.

—¿Y tú quién eres?

Me giré rápidamente, alerta, recordando mi encuentro con el tipo de los ojos brillantes. Me encontré ante un hombre de mi edad, quizá un poco mayor, con el pelo largo por un lado y la cabeza afeitada por el otro. En el lado en que no había cabello se veía un tatuaje tribal muy elaborado. De alguna manera, sentí que no era peligroso.

—Nadie. ¿Tienes un cigarro? —pregunté a continuación, sin mucha esperanza.

El extraño me sonrió con una mezcla de curiosidad y diversión y sacó un paquete de tabaco de un bolsillo trasero de los vaqueros, negros y ajustados. Era atractivo, tenía la boca ancha y sensual, con un aro de metal en el centro del labio inferior. Llevaba argollas por todas partes: en las cejas, en la parte superior de las orejas y uno solo en el lóbulo, unido por una cadenita a un lado de la nariz.

—Gracias.

Cogí el pitillo que me ofrecía y rebusqué hasta dar con un mechero para encenderlo.

—¿Te has perdido, o algo así? —me preguntó el tipo.

Me quitó el mechero de las manos y me dio fuego.

—Algo así. ¿Dónde estoy?

—En las Puertas del Infierno —dijo él.

—¿Y tú eres Don Diablo?

El extraño se echó a reír con algo de desdén, cogió otro cigarro para él y se lo puso en los labios. Tomó una profunda calada y exhaló el humo, hablándome desde el otro lado de la nube gris.

—A veces sí. Según lo que toque.

Esbocé media sonrisa. Aquel tipo tenía ese aire que yo ya conocía bien, peligroso y atractivo a la vez. «Como Lot», me dije. Solo que Lot tenía más clase y elegancia.

Por un rato fumamos en silencio. Yo no sabía qué otra cosa decir, hasta que al fin reaccioné.

—En serio, necesito saber dónde estoy.

—En las Puertas del Infierno, ya te lo he dicho.

—Me refiero a la verdad.

El extraño golpeó con los nudillos la pared a nuestro lado, que produjo un sonido acerado y seco. Era una puerta de metal pintada de negro.

—Es el nombre del local. En cuanto al nombre de la calle, no tiene. —Le miré con extrañeza, pero antes de que pudiera replicar, aclaró—: En este barrio hay muchas calles que no tienen nombre. A la gente le da igual y nadie necesita una dirección para venir aquí. Si quieres un trozo de pizza te vas al puesto de Francis, en el cruce de la vieja bolera con la pintada de los Guerreros Negros. Si quieres un puticlub te vas al de Nadia, que está detrás de la tienda de ultramarinos que hay pasado el edificio donde venden caballo. —El hombre sonrió con orgullo—. Bienvenido a la jungla.

Antes de que pudiera preguntarle por dónde podía salir de allí, la puerta negra de metal se abrió con tanto ímpetu que di un respingo, sobresaltado. Me aparté a trompicones. Apareció otro tío, alto, rubio y cachas, que me examinó sin mucho interés y después lanzó una mirada interrogativa al tipo de los pendientes.

—¿Qué haces aquí? Llevo un rato buscándote.

Este también llevaba el pelo largo, recogido en la nuca, y vestía con vaqueros y camiseta gris. Se le marcaban mucho los músculos bajo la ropa. Tenía los rasgos clásicos, varoniles, y barba de tres días.

Flores de Asfalto II: La SalamandraWhere stories live. Discover now