El abrazo del alma

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          Si hay algo que nos provoca dolor es la muerte de un ser querido. A veces nos resistimos a imaginar un mundo sin las personas que amamos, ya que el vacío que dejan en nuestras vidas es inmenso. Muchas veces, cuando esto sucede las personas son capaces de dar o hacer cualquier cosa con tal de tener unos últimos segundos con ese ser querido para despedirse, decirle cuánto lo ama o simplemente darle un cálido abrazo. Quizás es por esto que se conocen tantas historias que hablan de despedidas entre personas en los momentos previos a la inexorable visita de la muerte.

          La siguiente experiencia tiene como protagonista a un gran amigo mío. Es parte de un recuerdo triste para quienes la vivieron y el dolor permanece fresco a pasar el paso del tiempo. Es por esto  que, autorizado por él, les contaré lo ocurrido manteniendo su identidad en el anonimato.

          Todos llevamos nuestras historias y misterios a cuestas y el equipo de Voces Anónimas no es ajeno a esto. Muchos integrantes del programa tienen algo para contar, algo tan extraordinario como personal. Este es el caso de uno de nuestros compañeros, a quien llamaré Iván. Cuando él me confesó su vivencia, fue como si me hubiera mostrado una huella que hasta ese momento había ocultado, la de un acontecimiento inexplicable que marcó un antes y un después en su vida.

          Tenía ocho años cuando sucedió. Aquella tarde de 1962, él salió del colegio al que asistía y apenas cruzo las puertas que daban al exterior, se dio cuenta de algo muy extraño: ninguno de sus familiares había ido a buscarlo, como era costumbre. El que se había hacho presente para recogerlo aquel día era un amigo de su hermano mayor. Como si aquello no bastara para dejarlo desorientado, terminó viviendo durante una semana en la casa de aquel muchacho.

          Iván se sintió muy extraño durante esas jornadas, como si aquel día, al salir del colegio, hubiera cruzado un umbral hacia otro universo, en donde su hogar era otro y en donde la familia que él recordaba no existía. Pero cuando esa semana quedó atrás, todo tuvo una explicación, la cual conoció en el momento en el que ingresó a su verdadera casa y se dio cuenta de que el corredor de la misma estaba repleto de flores.

          Definitivamente, algo grave había sucedido e intentaron que Iván se mantuviera alejado de ello al menos por un tiempo. Pero de a poco, el niño se fue enterando de qué era lo que realmente estaba aconteciendo.

          El mismo día en que aquel amigo de su hermano mayor lo recogió a la salida del colegio, su otro hermano, Alfredo, de diecinueve años de edad, sufrió un accidente. Iba en un auto con otras personas por la rambla de Pocitos cuando un camión realizó una mala maniobra y apretó el vehículo contra la vereda, haciendo que volcara. De todos los que viajaban en ese auto, su hermano fue el único que resultó con heridas graves. Alfredo fue internado en el área de terapia intensiva de un conocido hospital de Montevideo.

          Durante esa extraña semana, mientras Iván vivía en otra casa, sus padres soportaron horas infernales. Para ellos, esos siete días duraron una eternidad, la peor que un padre pueda imaginar. Pero incluso algunas eternidades están destinadas a extinguirse y esta, aunque siempre permanecerá en sus mentes, tuvo fin, uno jamás deseado: Alfredo quedó en estado vegetativo, conectado a un respirador artificial.

          El alma se les derrumbó a su padre, a su madre, a su hermana... a todos. Pero fue su hermano mayor el que cargó con la cruz más pesada y más hiriente, porque fue él quien tomó una durísima decisión para que Alfredo descansara en paz: firmó los papeles que autorizaban a los doctores a quitarle la máquina que lo mantenía vivo. Así se fue su joven hermano, una persona alegre, con muchos amigos y una novia enamoradísima de él, amor que no se apagó con su muerte.

          La madre lloró a Alfredo durante toda la vida. El padre, en cambio, no derramó una sola lágrima, aunque todos sabían que ambos soportaban el mismo dolor: ella no podía evitar gritarle al mundo aquella injusticia, mientras que él llevaba la procesión por dentro.

          Así vivieron durante un tiempo, todos tratando de seguir adelante, llevando el recuerdo de aquel ser querido en lo más profundo de sus memorias y de su corazón. Iván creció y a medida que se transformaba en un hombre, veía cómo, de alguna manera difícil de explicar, su padre convertía el sufrimiento en esperanza,a pesar de que contrajo una terrible tos que empeoraba día a día.

          La misma sensación que sorprendió a Iván aquella tarde de 1962 al salir del colegio volvió a experimentarla siendo ya mayor, cuando recibió una llamada en medio de un evento laboral en el balneario Piriápolis, en el departamento de Maldonado. Apenas respondió, supo que algo grave había pasado: le comunicaron que su padre estaba internado en un hospital de Montevideo. Aquella tos, desafortunadamente mal medicada, había derivado en un ataque de hemiplejia.

          Se subió inmediatamente a un ómnibus con destino a la capital. Al llegar y ver el delicado estado de salud de su padre, llamó a su hermana, que residía en Nueva York, la única que faltaba para que la familia estuviera completa, acompañando al hombre que, junto a su madre, les había dado la vida.

          Así como había esperado por él, Iván rogaba que aguantara con vida hasta que llegara su hermana desde Estados Unidos. Pero aquello era visto como imposible por sus familiares y el persona médico. Sin embargo, su padre, como tantas otras veces, ganó también esa batalla. Cuando su hija llegó al hospital, él aún respiraba, muy dificultosamente, pero respiraba. Parecía haberse aferrado al último instante de vida para poder despedirse de su hija antes de caer al abismo en el que todos, algún día, caeremos. La familia se había despedido y permanecía a su lado, esperando la inminente partida.

          Al mediodía siguiente, cuando todo parecía sumergirse en la tristeza más profunda, cuando todo se dirigía hacia otra terrible e injusta muerte en el seno familiar, sucedió algo que Iván no olvidará jamás.

          Su padre, ese hombre de palabra, inteligente, recibido con honores en la carrera de Ingeniería, lector incansable -en síntesis, una persona curiosa, erudita y que ni siquiera creía en Dios-, de pronto, con el rostro agonizante e iluminado por una repentina dicha, se incorporó en la cama. Y bajo las miradas de su familia y el doctor, extendió los brazos, de los que colgaban cables y sondas, y los cerró en un abrazó, dejando incluso un espacio entre estos y su propio abdomen como si realmente estuviera estrechando a alguien. Pero allí no había nadie, al menos para los ojos de los demás.

          -Alfredo- dijo su padre con cariño, como quien se reencuentra con alguien amado.

          Por unos instantes sus ojos permanecieron fijos en ese espacio que hace poco había cubierto con sus brazos, como si estuviera viendo algo. Luego volvió a acostarse, con un gesto nuevo, de notoria felicidad, y segundos después murió.

          Según mi amigo, aquel fue un encuentro entre su padre y su hermano. Habitantes de dos mundos diferentes se fundieron en un abrazo en el límite entre la vida y la muerte. Después de tantos años, se prendió una luz en las oscuras tinieblas de su angustia.

          Iván sabía lo que había visto. Aquello en ningún momento se pareció a un delirio o a algo inventado por una mente terminal. No; él y el doctor habían visto, luego de tantas despedidas, un legítimo reencuentro, una verdadera bienvenida de un hijo a su padre, un abrazo del alma que no pasó desaparecido para la voces anónimas.

AUTOR: Guillermo Lockhart.

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