La última misión

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Hay quienes creen que los seres humanos venimos al mundo porque tenemos alguna misión que cumplir y que, por más insignificante que parezca, justifica nuestras vidas. Muchos asocian la palabra "misión" con un largo recorrido, luchando contra la adversidad y superando obstáculos. Seguramente, muchas misiones sean así, pero hay otras que constan de un simple acto: algo casi imperceptible, pero tan trascendente que puede llegar a salvar la vida no sólo de una, sino de muchas personas. Todo esto está relacionado con "La última misión", historia que tiene como protagonista a Lorena Flores.

          Cuando conocí a Lorena y me contó esta experiencia, me conmoví por completo. Su manera de narrar lo vivido, sus expresiones y las enseñanzas que se desprenden de su impactante anécdota, me llevaron a tomar una decisión: pedirle que ella misma escribiera su historia para este libro. A continuación, ustedes podrán revivirla y desde su óptica, entender un mensaje que tiene que ver con la vida, la muerte y lo próximas que pueden llegar a estar estas dos palabras, aun cuando creamos que entre ellas hay un abismo.

          "Si hay algo de lo que estoy convencida, es de que cada uno de nosotros está siempre en el lugar y momento adecuados. No importa si lo que nos está pasando es bueno  malo; cada cosa que sucede en nuestras vidas tiene una razón, es una oportunidad de aprendizaje.

          Hace poco más de un año, un día como cualquier otro, llegué a mi trabajo y me enteré de una terrible noticia: había fallecido la hija de una persona muy querida tanto por mí como por mis compañeros. El señor González es una de esas personas a las que, por más que pasen los años y hayamos perdido el contacto, siempre recordaré con cariño. Era el dueño de una de las camionetas contratadas para el transporte del personal en la empresa donde yo trabajaba en aquel momento. Una de sus hijas padecía una grave enfermedad, contra la que luchó hasta el último día de su vida. Sufría de cáncer de mama y a su corta edad, éste avanzó tan rápidamente que desencadenó su muerte.

          Ese día, mi turno se extendió y en lugar de tomar la camioneta de siempre, me fui en la que estaba disponible junto a otros compañeros, que tampoco viajaba habitualmente conmigo. Durante el viaje no podíamos dejar de hablar de la triste noticia. Por unanimidad, decidimos no ir directo a nuestros hogares y acompañar, aunque sea con un abrazo, a este padre que, con todo el dolor del alma, le daba el último adiós a su hija.

          En el lugar, había mucha gente. Fui la última en pasar a saludarlo. González estaba al lado de su hija inerte, acompañado por su esposa y otros familiares. Lo abracé, me emocioné junto con él y traté de transmitirle a través de mis palabras el cariño y el respeto que sentía.

          Al momento de retirarme, inevitablemente tuve que mirar el féretro de la joven para tener una referencia de lugar, ya que el espacio para salir era muy reducido. Sin tener motivo alguno, levanté la mirada y observé su rostro. Era una mujer hermosa, madre de una niña pequeña y prisionera de una injusticia de la vida. En el momento en el que decidí seguir mi camino, algo me llamó mucho la atención: hasta hoy, no sé si fue producto de mi imaginación, pero vi que de golpe abrió sus ojos y me miró fijamente. Después de unos instantes, los cerró y continuó en la misma rígida posición en la que había estado desde su hora de partida.

          Permanecí en silencio, hasta llegar nuevamente a la camioneta, donde comencé a salir de esa especie de "trance" que me había generado la experiencia. Mis compañeros me notaron extraña y al preguntarme qué sucedía, se los expliqué, sabiendo que no iban a creer lo que tenía para contarles. Como era de esperar, me dijeron que estaba demasiado conmocionada por el momento vivido. De todos modos, comencé a hacer preguntas sobre la joven. Quería saber si la conocían y el chofer fue el único que me dijo que si. Le pregunté si sus ojos eran color café, sus pestañas largas y su mirada penetrante, a lo que también respondió afirmativamente. Pero cuando pregunté su edad, mi cara de transformó: tenía veintisiete años, la misma edad que yo en ese momento.

          Al llegar a mi casa, caí en la cuenta de lo terrible que es esa enfermedad y cómo a veces, con un diagnóstico a tiempo, esa situación puede revertirse. Allí mismo comencé a realizarme un autoexamen, cosa que nunca había hecho y tampoco tenía muy claro cómo se hacía. En determinado momento, palpé un nódulo. Me asuste muchísimo y llamé a mi madre, que me tranquilizó diciendo que había quedado sugestionada. Quedé conforme con la respuesta, pero un mes después fui al médico y éste me confirmó que, efectivamente, ese nódulo existía y había que estudiarlo.

          Los técnicos no quedaron satisfechos con el resultado de la mamografía, así que me agendaron una ecografía para el día siguiente. Dos semanas era lo que demoraban habitualmente en entregar los resultados; sin embargo, me llamaron aparte y con mis estudios en la mano, dijeron que debía concurrir a mi médico tratante cuanto antes, porque el panorama no era alentador.

          Al llegar a la consulta, le mostré a mi doctora los exámenes y ella comenzó a tartamudear. Pidió que entrara mi acompañante al consultorio. Mi madre y yo estábamos frente a una cara atónita y llena de dudas. Comencé a realizar preguntas muy duras y muy directas:

-¿Tengo cáncer?

-Puede ser - fue la respuesta.

          Luego de eso, pregunté si, a mi edad, había posibilidades de que, de ser cáncer, ya estuviera diseminado, a lo que también respondió "puede ser".

          La última pregunta fue la que terminó de destrozar el corazón de mi madre:

-En el peor de los escenarios ¿cuánto tiempo me queda de vida?

-Seis meses, un año...

          El pase urgente a cirujano mastólogo y un 'que tengas mucha suerte' fueron lo último que recuerdo de ese día. Todo se dio muy rápido: análisis, especialistas y un sueldo entero que se evaporó en el sanatorio. Estuve mal anímicamente los primeros días, pero luego fui adquiriendo una fortaleza increíble, hasta que mi cabeza dijo: "No tenés nada".

          La incertidumbre duró todo el mes de noviembre y los diferentes médicos me decían lo mismo: "No hay tiempo para biopsias, hay que operar ya". El cirujano, que fue el más alentador de todos los doctores consultados, dijo que no podía asegurarlo, pero que podía ser benigno. Nunca supe si lo dijo de verdad aunque el "birads" (grado de malignidad del tumor) era alto o sólo para levantarme el ánimo. De cualquier manera, yo le creí y creí en mí, en mi cabeza, que gobernaba el resto de mi cuerpo afirmando que yo no estaba enferma.

          Cuando al fin me operaron, el resultado fue muy bueno y el tumor era benigno. Al despertar de la anestesia, me acordé de ella, esa hermosa joven que, a mi modo de entender la vida, tuvo encomendada, como última misión, alternarme lo que me pasaba a salvar mi vida. Nunca supe su nombre y tampoco tuve el valor para contarle esta historia a su papá, pero ese padre hoy tiene otro motivo más para enorgullecerse de su hija: "salvó mi vida y por eso le estaré por siempre agradecida".

          Este fue el caso de Lorena, pero existen muchos otros en los que, con un simple autoexamen realizado periódicamente, se puede evitar un trágico desenlace. En Uruguay, cada treinta y seis horas una mujer pierde la vida a causa del cáncer de mama. Estos daros reflejan lo presente que se encuentra la enfermedad de nuestra sociedad. Tal vez esta historia sirva para que muchas mujeres, de todas las edades, tomen conciencia de que su propia vida es el tesoro más grande que tienen y que todo puede cambiar de un instante al otro sin que nos demos cuenta. Existen muchas "Lorenas", pero por desgracia no todas tienen la suerte de salvar su vida de la mano de las Voces Anónimas.

AUTOR: Guillermo Lockhart.

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