capítulo treinta y dos

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Pache

—Tome... —escuché a Ludovica murmurar, aún así no me moví para recibirla. Estaba demasiado concentrado en mis pensamientos como para percatarme de todo lo que pasaba a mi alrededor. 

Cuando pensé que las cosas finalmente iban a volver a su normalidad, la vida se rió de mi una vez más para demostrarme lo equivocado que estaba por eso. Días después de volver de la gira, la abuela de Renata había sufrido un ataque al corazón del cual no resistió, esto nos sacudió por completo porque no lo esperábamos..., más allá que ya nos habían confirmado que no había vuelta atrás. No era algo de lo cual te podes preparar o sí, pero te sacude de la misma manera cuando llega.

Fueron días difíciles, Rena estaba muy débil y sensible, la preocupación me abordaba a cada segundo porque tenía que estar completamente pendiente de ella por el embarazo. Ya nos habían dicho que había bastantes riesgos y que ella tenía que estar tranquila, algo que claramente no pasó. Las consecuencias fueron inevitables, me culpaba por no haberlo premeditado aunque todo el mundo me diga que no podía haber hecho nada al respecto porque no lo sabía. 

Pero en el fondo, sí lo hacía.

Me costaba que coma o mínimamente se levante para hacer algo, cargaba con la responsabilidad de la muerte de María José y la entendía porque era igual a mí en ese aspecto, queríamos llevar el control de todo, pero era imposible. La mañana que su abuela falleció, ella se había ido a la facultad como todos los días y la dejó a cargo de la mujer que la cuidaba, quien la dejó dormir su siesta habitual..., de la que nunca despertó.

Su depresión fue tanta que no lo soportó más y su cuerpo o más bien, nuestra hija se lo hizo saber. Estábamos almorzando con la poca tranquilidad que podíamos tener hasta que ella se quiso levantar para ir al baño y se desplomó. Después de ahí todo pasó muy rápido frente a mis ojos, ni siquiera me percaté de mis movimientos y acciones porque sentí como me puse en automático para poder pensar en frío y hacer lo mejor que me salga, así que con Fidel nos encargamos de llamar a la ambulancia y de ahí, seguirlos hasta el hospital.

Cuatro horas habían pasado desde que la ingresaron, claramente estaba consciente porque no llegó a desmayarse pero sí a sentir una fuerte presión en su panza, el cual me hizo cagar hasta las patas. Todavía no sabíamos nada de la bebé y la espera me estaba pareciendo desesperante. Me consumía. Estaba con mis ojos cerrados que no se veían porque las manos me estaban tapando la cara, todo el peso se concentraba en mis codos sobre las rodillas, como si quisiera esconderme. Aunque no estaba muy lejos de eso. 

—Muchas gracias —escuché responder a Fidel. 

Sentí una mano que pasó por mi espalda y me levanté para poder mirar a Ludovica que se había sentado al lado mío. Me sonrió un poco antes de apoyarse en mí y suspirar. Claramente con todo lo que pasó, solo tardé en llegar al hospital para avisarle, la necesitaba conmigo..., aunque ni siquiera se lo pedí porque ni bien escuchó mi vomito de palabras de desesperación para intentar explicarle algo, me exigió tranquilizarme para decirle dónde estaba. Fue cuestión de media hora a que esté conmigo. 

Apoyé mi cabeza sobre la suya y miré a Fidel, quien estaba concentrado mirando la nada mientras tomaba el café que Ludo le había traído. Un celular se empezó a escuchar rompiendo todo el silencio que formamos, porque ninguno tenía intención de formular una oración. Ella se movió con rapidez para atender y no perturbar con el sonido chillante. 

—¿Hola? Hola sí, no hay tanta señal acá dentro debe ser por eso..., decime a mi —murmuró ella mirándome, hizo una mueca y seguido de un suspiro se levantó para empezar a caminar por el pasillo—. Todavía no sabemos nada, te aviso cuando..., sí ya sé. Sí, te dije que te aviso..., dale, nos vemos —con un suspiro de frustración cortó y me miró haciendo una mueca de cansancio—. Era Cielo, estaba como loca.

Entre versos y otros recuerdos | Segunda Parte Donde viven las historias. Descúbrelo ahora