26. El Cordero del Sacrificio

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Castillo Coveley, Inglaterra, 1832.

Dos años antes del regreso de Lord Anthony Coveley.


Aunque nunca volvió a repetirme nada de lo que me había contado, una vez recuperada de las fiebres la señora Murray con frecuencia hablaba sola y parecía estar obsesionada con el regreso de Anthony.

Muchas veces me pregunté si Arthur sabría algo de aquello. Por una lado me parecía imposible que ella se hubiera confiado a él, pero por otro lado si Arthur tenía algo de intuición podía atar cabos fácilmente.

Él nunca dio a entender nada sobre la verdadera filiación de Lord Anthony Coveley o la situación de la señora Murray en la casa, de modo que yo callé y nunca, hasta hoy, volví a hablar del tema con alguien. 

Ni siquiera discutí el tema con mi esposa, que en paz descanse. Ella nunca quiso hablar acerca de lo sucedido y yo respeté su deseo.

Yo era un niño cándido y libre de toda malicia. Cualquier otro pudo haber buscado extraer ventaja del conocimiento de esa información, pero yo estaba lejos de pensar algo así. Me sentía orgulloso de haber sido depositario de tal confianza, pero a la vez era muy delicado el tema como para pensar en ello.

Las horas que siguieron a la revelación de la señora Murray, su fiebre empeoró. La rodilla estaba muy hinchada, toda la zona arriba y abajo de la herida empezaba a ponerse muy oscura y cuando se lo dije a Arthur, él creyó conveniente volver a llamar al doctor para ver qué se podía hacer.

El doctor llegó al castillo bastante sorprendido. Estaba seguro de que la señora Murray no iba a sobrevivir, y sin embargo, todavía estaba entre nosotros. Cuando le conté que no había seguido su consejo y no le había dado las gotas más que en muy pequeñas cantidades y en ocasiones espaciadas, pareció ligeramente contrariado, pero no dijo nada.

Volvió a revisar su rodilla y esta vez optó por hacer unas pequeñas incisiones para drenar la sangre acumulada y la pus que estaba hinchando la zona. Luego frotó la zona del corte con un líquido color ámbar, bastante turbio y con olor acre. No me atreví a preguntar qué era, pero al parecer fue efectivo.

Al día siguiente la señora Murray amaneció mejor y luego de unas horas la fiebre desapareció para no volver. Aún así, estaba muy débil y por muchos días todo lo que podíamos hacer era ayudarla a sentarse un momento, tres o cuatro veces al día, antes de acostarse nuevamente agotada por el esfuerzo.

Más adelante la sostuvimos para que pudiera pararse y caminar dos pasos hasta una silla. Al principio fue una vez al día, luego dos, luego tres. El dolor de la rodilla era terrible cada vez, nos dijo, pero nosotros veíamos como la hinchazón desaparecía y la zona ya no estaba tan amoratada.

Una mañana de sol, a principios de otoño, Arthur la levantó con todo cuidado y pese a sus protestas, la llevó al jardín, donde la sentamos en uno de los pequeños silloncitos acolchados, con apoyabrazos, que había en uno de los tantos cuartos del s...

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Una mañana de sol, a principios de otoño, Arthur la levantó con todo cuidado y pese a sus protestas, la llevó al jardín, donde la sentamos en uno de los pequeños silloncitos acolchados, con apoyabrazos, que había en uno de los tantos cuartos del segundo piso.

Los Secretos de la Luna (Coveley Castle)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora