Amarillo

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Amarillo marrón. Por primera vez advirtió que en cada transición cierto color abarcaba toda su mente. Sin embargo, no se detuvo a reflexionarlo.

Apareció de nuevo en el callejón, aún sentada en la misma posición de la playa, pero con ropa casual y sin Mía a su lado.

—Y ya no estás aquí. —Intentó reprimir la frustración cerrando fuertemente los ojos, pero no lo logró por mucho tiempo—. ¡Mierda, otra vez en el estúpido callejón! ¿Cómo se supone que me libere de todo esto? ¿Por qué no puedo pasármela en una dimensión con Mía y ya? —exclamó, pateando una bolsa de basura que estaba a su derecha. Un olor fétido emanó de la bolsa, haciendo que se parara de inmediato—. ¡Agh, qué asco!

Al salir a la calle, presenció un día completamente soleado y tranquilo. «¿Será que ya por fin volví? No, no lo creo». Caminó observando con cautela a la gente. Lo primero que le llamó la atención fue que nadie iba con el celular en la mano. Al dirigir la mirada hacia los negocios, quedó boquiabierta. «No puede ser». Corrió a lo largo de la calle para poder ver más negocios. Varios en realidad ya no debían estar ahí, o debían ser diferentes en la actualidad. «¿Estoy en el pasado?». Se detuvo cuando al otro lado de la calle vio pasar unas siluetas conocidas. Era su familia: su madre, su padre y ella, once años atrás.

Tragó saliva y los siguió, lo suficientemente alejada como para que no la vieran. Los tres llevaban ropa casual. La pequeña Cielo tenía el cabello hasta la cintura. En esos tiempos, cuando tenía seis años, quería mucho a su papá. Se notaba porque lo venía jalando del pantalón con una gran sonrisa en el rostro. Aquella niña no se esperaba que dentro de un año su padre fuese a dejar la casa. Cielo sintió tristeza y molestia, pero a la vez se alegró de poder revivir un momento en el que había experimentado tanta alegría.

—¡Aquí, aquí! ¡Hay que entrar aquí! ¿Sí? ¿Sí?

—No, Cielito —dijo su madre, tratando de mantener la calma—, te dijimos que la última tienda a la que entraste sería la última por hoy. Tenemos una reunión en un rato y ya nos tenemos que ir.

—¡Ay, mamá, pero mira esos peluches, tengo que ir a ver esos peluches!

Su padre posó una mano sobre su cabecita.

—Está bien, Cielo, entra. No importa si llegamos un poco tarde a la reunión.

—¡Sííí, eres el mejor!

Luego de abrazarlo, la niña entró corriendo a la tienda. La madre miró al padre con exasperación.

—Oye, no puedes consentirla tanto, es importante ponerle límites también.

—Es solo una niña, déjala —contestó despreocupado, disponiéndose a entrar con la pequeña—. Ya le pondremos límites cuando crezca.

Diez minutos después, los tres salieron de la tienda. La niña llevaba un conejo de peluche grande, blanco y sedoso.

—Vaya, pero qué malcriada —comentó Cielo, quien se había sentado a esperarlos en una banca cercana.

De repente, el ambiente era ahora su escuela primaria. Observó a su pequeña yo en su primera feria de ciencias. Estaba nerviosa: tenía que presentar un experimento sencillo con otros dos compañeros de segundo grado, pero se le olvidaba lo que tenía que decir y hacer para que el experimento funcionara. Al final sus compañeros tomaron la palabra y le dijeron qué hacer.

Otra vez el ambiente se transformó. Se encontraba en algún teatro presentando una obra en primero de primaria. No le había tocado un gran papel, pero aun así, cuando era su turno de salir a escena, se puso tiesa y habló con un tono difícil de escuchar.

Los tonos del cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora