IV

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Pasaron unas horas, hasta que, un médico de cabello rubio y sonrisa al estilo más americano, cruzó el umbral. Observó al paciente. Estaba por hablar, cuando cayó en el ruso que estaba a punto de caer rendido, otra vez. Ivan estaba esperando que el sujeto de bata blanca soltara un chillido que lastimara sus oídos, tenía la apariencia de hacerlo. Contra todo pronóstico, aquel sujeto, visiblemente un individuo yanqui en todo su esplendor, le extendió la mano para saludarlo.

—¡Hola! ¿Usted es..?— Dejó la frase inconclusa.

—Ivan Braginsky. El es mi primo.— Declaró sin más precedentes. Al captar el notable acento ruso, las marcadas erres en su frase, la cara del médico yanqui se trastocó, se volvió incluso burlona y despectiva. Ivan arqueó la ceja. —¿Y bien? ¿Le dará el alta? Creo que está fuera de peligro, sólo tiene agotamiento. —El rostro del médico estadounidense se volvió más malhumorado.

—Usted no debería decirme qué hacer. —Espetó el americano de manera grosera. Se notaba a leguas su desagrado hacia Ivan, una sensación de asco que se suscitó a partir de conocer el idioma de origen de Braginsky.

Un silencio se extendió en el cuarto, se escuchaba de vez en cuando el paso de alguien por el pasillo, alguna conversación tal vez.

Un hombre de cabellos rubios, ojos verdes y muy pálido, ingreso en la habitación; traía una taza de café consigo. Era un enfermero, se veía agotado.

—Alfred. —Llamó. El tal Alfred, el médico estadounidense, se volteó para visualizar al recién llegado. El enfermero le entregó la taza, se acercó al albino. Se mantuvo unos segundos observando el aspecto de Gilbert. La piel del alemán era lechosa, sus cabellos eran blancos, las pestañas tan claras que era difícil de encontrarlas. De algún modo, el aspecto siempre es objeto de miradas curiosas. El hombre recién llegado se volvió al médico.— Estoy aquí para ayudarte a darle el alta. ¿Si? Francis me envió.— Alfred lo vio con mala cara. —¡Saca esa cara! Deberías estar feliz. ¡Tú lo salvaste!

El silencio se prolongó.

—Creo que es fantástico oír esas noticias. —El pronunciado acento de Ivan se volvió a escuchar. El enfermero se dio cuenta de inmediato de la situación. Asió a Alfred por la manga y lo tiró afuera del cuarto. Intentaron hacer que su discusión pasara desapercibida.

Desde el pasillo, provenían los sonidos de las palabras siendo cuchicheadas. Ivan no lograba escuchar del todo aquella conversación, pero a sus oídos llegaron las suficientes palabras para identificar que el mal humor repentino del médico era debido a su acento ruso. Era evidente el racismo que se había despertado en Alfred. Arthur —así es como se llamaba el enfermero—regañaba aquella actitud, la calificaba de "poco profesional". La discusión escaló a niveles drásticos, hasta que Arthur detuvo el parloteo abruptamente.

Entraron en la habitación. Sin mucha ceremonia, el yanqui se deshizo del paciente de manera rápida. Se retiró, no sin antes dedicar una mirada de odio hacia el ruso.

Ivan odiaba aquellas escenas. Se sentía repudiado. Observó a su costado, encontró a Arthur terminando de retirar la aguja. Despertó al albino, le indicó que era hora de marcharse. Se retiró.

Ivan se acercó, ayudó a Gilbert. Desafortunadamente, las prendas de Gilbert habían quedado hechas jirones cuando lo introdujeron en la sala de emergencias. Ivan envolvió a Beilschmidt con su abrigo, lo dejó esperando en el salón de entrada, fue a comprar algo de ropa y volvió. Al regresar al hospital, encontró al albino abrazándose al abrigo de Ivan, estaba avergonzado, se podía notar a la perfección; sus mejillas, incluso cuello estaban enrojecidos. El ruso lo escoltó hacia uno de los baños, lo ayudó a cambiarse, se colocó las botas —la única prenda que salió ilesa de la sala de emergencias—y volvieron al departamento.

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