Parte 6

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Reencontrarme con mi abuela es también hacerlo con la muerte y con lo que supone estar vivo. Su última imagen, la que describí al principio de estas confesiones, la que nunca hemos querido recordar mi familia y yo, me persigue como un espectro, o como el Minotauro en el Laberinto de Cnosos. Aunque lo primero que debiera dar es una tristeza inmensa, a mí me da un terror que todos eluden con una fragilidad de cristal. Huyen atemorizados de la idea de que ellos podrían ser ella, estar sentados de aquella forma, poder acabar en el mismo estado, vegetativo y, también, arbitrario. Sinceramente, esta última idea no tiene nada que ver con la empatía: ¿qué emoción o sentimiento tenía ella...? Ninguno. Ser egoísta en este caso no significa una falta de empatía, es ser sincero. Con el vacío es difícil dialogar. Era, precisamente, la presencia de la muerte, antes de la muerte de la carne. Era la extinción de la persona que habíamos querido, incluido para mi abuelo, que no comprendía que su mujer se fuera...

Tampoco irse era la palabra, ya que ella estaba allí, me repito... Solamente añorábamos a una persona que ya no existía. Era el recuerdo; y ella ya ni siquiera podía reconocernos, ver todo lo que habíamos vivido con ella, lo que significábamos. Ni siquiera podía decirse que era un animal con unas mínimas funciones vitales, ya que un animal muestra sentimientos, padece, es feliz o infeliz... Ella ya no era un ser vivo, sino un cuerpo vacío, que a veces recuperaba un signo de quién fue, y le aterrorizaba su situación (o eso me parece a mí)... Creo que por eso sus ojos de vez en cuando se enjuagaban en lágrimas y temblaba toda entera, cual niña; o porque se creía en otro momento, en otro lugar de su vida, enajenada del tiempo y el espacio.

A alguno esto de su continua vuelta al pasado le dará un tono de ternura, melancólico, porque dirá que disfrutaba de nuevo una vida anterior, pero eso es una locura. ¿Acaso un esclavo sería feliz plenamente por estar imaginando que vive en su hogar, libre, aun con la cadena al cuello? ¿Acaso un enamorado tan enajenado pudiera disfrutar de un maniquí pensando que es su amor perdido? ¿Acaso un hombre podría ser feliz persiguiendo una sombra, pensando que es su vida pasada, que podrá alcanzar y volver a retenerla? Salvo que sea un cuento romántico, el despertar es muy duro, y además una temeridad. Quizás sea un defecto o un aporte de la madurez, que bien veía Machado con su poema del sueño.

Las visitas durante sus últimos años, meses y días de vida se resumían en una reunión familiar o con el círculo de la residencia, tras adecentar y hacer acto de presencia con la abuela. Yo solamente formé parte en unas pocas de esas reuniones últimas, por temor precisamente de lo que quedaba de mi abuela. Por lo que sé mi familia iba hasta allí, jugaba las cartas y charlaba con el camarero y el resto. Mi abuela estaba sentada, como siempre, en una silla, y se quedaba mirando. A veces musitaba algo y la contestaban con pocas palabras, ya que no habría mucha conversación que darla... En esas conversaciones se conversaba de todo e incluso se hablaba con gran alegría de las anécdotas de la abuela y del abuelo, como si ella no estuviera —porque no estaba—. Podíamos dedicarnos a hacer honor de su persona, aun ella delante, pero era como si ese cuerpo no fuera ella. Era una usurpadora. Creo que todos lo pensábamos y honrábamos el cuerpo no-muerto de la persona a la que habíamos querido. Mientras, mientras se quemaba el espurio restante de la abuela, con el sentimiento sobrecogedor en el corazón de que si quedaba algo, si un poco de ella siguiera..., preguntaríamos: ¿cómo te encuentras? La respuesta, realmente, no la queríamos saber.

Vuelvo a decir que no había respuesta. Muchas veces, confundida, desorientada, seguía viviendo pequeñas existencias: la visita del pequeño de su hija la tal, un flash de lucidez porque ha venido tu sobrino y su novia que querías mucho... La abuela saludaba, sonreía e intentaba ser feliz durante algún minuto, o simplemente no se enteraba de nada... Tu visita era simplemente un simple cambio en la retina, la imagen de un hombre o mujer delante suyo. Ya no era que fuéramos indiferentes a su presencia, ella lo era con nosotros en muchos casos. Ese sentimiento de desconexión siempre me ha parecido idéntico a un vídeo que vi de pequeño de un autista tocando el piano mientras su madre lo miraba. Ella se enajenaba del mundo y el mundo no podía vivir dependiendo de que reaccionara. —Cuán semejante me sería de mi experiencia, consciente ya, en la adultez.

Podíamos ver la belleza que quedaba de nuestra abuela, restos de un naufragio que diría alguno con una pizca de poesía, ese pétalo de flor que queda colgando en el jarrón... Nosotros estábamos aún mirando, esperando su caída, para lo inevitable... Queríamos acordarnos de la belleza de la flor e imaginar aquella planta que germinó y nunca vimos crecer, cuando nosotros ni existíamos, pero que llegaría a rodearnos con sus raíces, dando forma al jardín hermosos que amamos mientras vivimos. Era duro pensar en esa idea y renunciar a contemplar lo que habíamos cuidado, pero fuera la metáfora por un momento, por favor, sería más duro para mi madre, para mis tíos, ver que esa persona que había aportado tanto a sus vidas y había pasado tanto por ellos, un día se caía de sus vidas y, como consecuencias, nuestros lazos, como sucedió, se fueran rompiendo, alejándonos con nuevos esquejes... Pronto no quedaría nada de lo que construyeron mi abuela y mi abuelo. Sin nosotros, dejaría de existir todo ello, no habría recuerdo.

A algunos les encanta la idea de tener a un familiar escritor que narre esas memorias de la familia para que, precisamente, nunca se borren esos rastros en el césped. Como un viejo plano de un edificio caído. O mejor, como un plano de unas ruinas que se van sepultando en las hierbas, que lo tapan todo. A mí nunca me pidieron una cosa así, ya que somos orgullosos, como dije, y más de uno no sabrá que escribo. Nos encanta nuestra vida íntima, nuestras anécdotas familiares, propias, particulares, originales, que nos unen y reúnen como un clan tribal... Ese tipo de existencia me recuerda al dicho griego el cual dice que las palabras se las lleva el viento. Al igual que las naciones que describiría un ilustrado dieciochista, aquella raíz familiar se iría derrumbando irremediablemente, salvo que dejaría un recorrido genético, no siempre agradable, como era la enfermedad de mi abuela. Ya no quedarían las anécdotas, aunque sí el riesgo a padecer esa cárcel en vida, que siempre me pareció la última existencia de mi abuela. Yo podré querer añorar mi infancia con mi abuela, y podré querer construir ese hermoso recuerdo en quienes me rodean... Pero nadie sabrá lo que significa para mí en su conjunto la vida de aquel cuerpo que vivió cosas que ni yo mismo me creo, que a veces no recuerdo ya...

Podría decirse que esa imagen también estaba destinada a ser sepultada, como el cuerpo que llevaba las cenizas de mi abuela, nunca resucitables...

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Memorias de una residencia (La Caída de Ícaro)Where stories live. Discover now