Parte 4

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El viaje hasta la residencia de ancianos me era un pesar y al mismo tiempo una inmensa felicidad por volver con quienes habían sido tanto en mi vida infantil. Que a veces me costaba querer volver a ver a mi abuela es una cosa innegable, pues me veía muy frágil e indefenso, me veía mi yo quebrado. El reflejo de mi abuela en mí me acongojaba como la sombra de uno mismo que no sabe que es un juego de la perspectiva. Y como una parte de mí me enajenaba el pensamiento: quería volver a sentir a esa vieja personita que un día hilaba en un sofá viejo y siempre estaba atenta a mí, aun cuando no podía ya ni cuidarse de sí misma. Incluso ya siendo adulto siento fragilidad con la idea de estar a su lado. Las imágenes se quiebran conmigo, con el chillido que despierta de un sueño de Proust.

Y, a pesar, la alienación no es superada por los sentimientos que mis recuerdos atesoran escondidos. Una parte de mí añora volver al día en que pueda volver a oír su voz, o su tacto, o ver su cuerpo... Pero, he de decir asimismo, es esa desconexión con el fruto de mis recuerdos el que también me hace poder comprender o imaginar el pasado que se va esfumando con el paso de mi vida. La locura, la dependencia o la enfermedad es un estado, una relación de nuestro yo con el mundo, el cuerpo y lo que nos rodea. Cómo convivir con la muerte, el dolor y la responsabilidad de otros seres humanos son algunas de las grandes firmezas que me hacen escribir tras poder superar mi miedo. No sé qué es la muerte, pero he sentido dolor y he vivido alguna vez mayores o menores responsabilidades con respecto a otros, aunque es posible que me quede mucho... por delante.

No puedo dejar de tener imágenes en mi mente sobre mi abuela. Una de ellas, ahora, es una en la que está en una silla y ni se mueve, como tantas veces... No está en su peor momento, pero una tristeza glaciar recorre su cuerpo, viendo su rostro reflejado en los demás que ella misma está viendo. Se me hace fácil ser cada uno de ellos. Yo estaría también tirado en una de esas sillas, babeando, quieto viendo la televisión, jugando a las cartas para perder el tiempo... Cuando me veo en el mundo no puedo ni quiero, en algún momento, sentirme o estar así. Aun así he vivido momentos en los que me he encontrado como pájaro enjaulado. Escribiendo ahora, es como si abriera esa puerta. Soñamos todos con una vida regida y dirigida por nuestros deseos y principios, pero son las imágenes desoladas de mi abuela la que me recuerdan que la libertad es también un mundo posible y no un sueño. Nunca podré volver a hablar con mi abuela para conocerla mejor, ahora me tendré que remitir a la arqueología familiar. No he querido recurrir a ellos porque, al final, mi grado de dependencia con el recuerdo siempre me lleva a mi abuela, a la de mi memoria.

La memoria juega un papel trascendente en cómo cuidamos de nosotros mismos, y es por eso que le damos tan desmedida importancia a las lecciones del pasado, cuando nuestros relatos no son más que la relación personal que mantenemos con nuestra sique y las imágenes de ese pasado, que se van modificando inclusive. Hemos idealizado la senectud con un momento de sabiduría y consagración del esfuerzo, pero lo hemos encerrado en un bote donde hay muy distintas experiencias, y hoy día la imagen de esa residencia rompe el cascarón de ese ideal. Para nada será la misma imagen de mi abuela en la residencia que la mujer con el carrito de la compra de un lado para otro de cuando era un niño, ni la misma de aquel anciano con muletas que perdió las piernas a la del egoísta y viejo verde o la de su hermano que lo cuida y tampoco él mismo se puede mantener...

La necesidad de cuidados y la forma de ser cuidados cambia mucho de una a otra experiencia, así como la susceptibilidad. Cuidar también es la preocupación y el pensamiento por y hacia otros, pero a su vez está el de arreglarse de su estado de salud, protegerlos, estar pendiente de él o ellos, etc. Los cuidados pueden ser una de esas herramientas que hacen que no caiga el débil, ya sea un anciano, el cual un día encumbró las bases para que tú seas tú, o sea el niño enfermo, que algún día cuidará de otro, de un animal o de un hombre. Y no siempre son buenos ni aceptados estos cuidados: es más, yo odio esa necesidad de ser cuidado tras pasar mucho tiempo enfermo, sintiendo la necesidad de depender de mi madre o mi familia. Y eso no es fácil, como cuando me enfado con mi pareja, un familiar u otra persona que no quiere que le cuiden o no acepta su problema, su enfermedad. La convivencia es de lo más problemática, ya que unos y otros dependemos, nos necesitamos, o nos vemos obligados a estar para otros.

Esa infección que siento al depender de alguien y la falta de libertad es una de las cosas que he tenido que superar pero también sentir en mi pellejo... Quizás para poder cuidar hay que saber ser un enfermo, un loco, alguien que se cayó y alguien le ayudó. Y a pesar cuesta seguir en pie, pues fuera de la residencia ese mal a veces se siente hasta en la piel propia... Yo he sentido la necesidad de ser cuidado, no físicamente a lo mejor. Cuidar, ser, estar, locura, todas son palabras, como todas, tan versátiles como las posibilidades en la vida, las experiencias. Mi salud física me ha conllevado depresiones, estados en los que necesitaba que alguien me cogiera, me sujetara, no poder hacer siquiera unas líneas como éstas, al ordenador, confesándome... Ya me he acostumbrado, pero es duro hablar de ello. Hay días malos, en que esa sensación de caer a un pozo, de la locura, la he sentido en la piel, clavada cual aguja. Me imagino la aguja de mi abuela entre mis nervios, recordándome mi historia particular y familiar. —No siempre el recuerdo, por tanto, juega un buen papel, pero lo necesito...

Podría decirse que he sentido ese mal en muchos momentos de mi vida, a veces muy diversos. Éste incluso me ha paralizado, me ha descabalgado el corazón del ritmo de su pum-pum rítmico que me dice que vivo. Me ha hecho llorar. Me ha hecho reír nervioso. Me ha hecho que me haga temblar. No he podido descifrar lo que es, pero lo noto, lo siento. Ese mismo sentimiento me ha venido en los días de los funerales o los sepelios, en la de muerte de un animal querido, en el sentimiento de pérdida. Incluso he tenido éste en el desengaño amoroso, en algunos descalabros universitarios o laborales, en la depresión... Sobre todo en los que la depresión invadía mis pensamientos. A veces se ha transformado en una nostalgia que, tras depurar todo el patógeno invasivo, me ha dado una sonrisa y el placer por poder ver aquella historia. Esta historia de mi abuela tiene momentos como ése, otros no.

En mis días de depresión volvía con más fuerza a los días donde veía el cuerpo de mi abuela, y temía perder todos mis recuerdos esfumándose quién era, quién fui. Temía perder mi conciencia, mi sentido de la responsabilidad, de mis actos físicos y morales... Temía estar condenado a un cuerpo vacío, pero también a lo que venía después... En mi familia, además, varias personas han tenido Alzheimer, demencia o incluso enfermedades del espectro autístico. El profundo sentimiento de vacío y de soledad en el mundo ha agotado mi firmeza y, a su vez, mi fragilidad ante aquel mal mismo. Aun así, me cuesta mirar a la posibilidad de que un día, ya no sea como mi abuela, un día podré ser víctima del encierro en mi propio cuerpo, o que me falte una parte de él, o la cordura misma (aun cuando me siento fuerte, firme que decía). Este miedo es el abismo que tanto hablamos quienes han llegado al límite de lo que llaman cordura, el cordel que nos endereza.

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Memorias de una residencia (La Caída de Ícaro)Όπου ζουν οι ιστορίες. Ανακάλυψε τώρα