Parte 3

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Puedo verla sentada en un sillón de la habitación en frente nuestro, otra vez perdida con la mirada, aunque hablando de forma lenta y un tanto perdida. No sé bien qué dice, ni a quién, con ese tono pasivo y monocorde; no sé si yo presto atención a mi alrededor, a ella o al resto, o estoy perdido por el mareo que me causa, la náusea, de las sensaciones que me tambalean en ese mal hospitalario. Estamos unos cuantos de mi familia en una habitación que entonces corresponde a mis abuelos, aunque no recuerdo quiénes somos concretamente, pero todos estamos liados hablando alguna historia, ya sea de la familia, particular de cada uno, ajena, etc. Yo posiblemente estoy en mi particular y conocida ínsula de mi mente, como buen Sancho que soy de mi Barataria neuronal. Aquella imagen nunca se repetirá, y es más que posible que lo que yo escriba no sea ni remotamente acercado a lo sucedido.

En estos momentos me siento como si fuera mi abuela, como si tras mirarnos en ese escenario a los ojos, nos cambiáramos los papeles. No sé bien qué sintió, pero yo me siento profundamente solo, derribado como un avión que choca altas torres, y perdido, que ya no sé cómo he acabado ahí. Estas sensaciones no me cuesta tenerlas, porque alguna vez las tuve yo mismo, las he tenido y me acordaré de su situación continuamente. Nunca quise pensar la relación y la conexión entre ese sentimiento y los de mi abuela, por una mezcla de cobardía y de dolor. Estando aquí, en este lugar con mi abuela, en mi recuerdo, pudiera comprender lo que mi visión autística no podía comprender entonces, por falta de neuronas espejos. Nunca me habían sitiado con una retrospección de mí y de mi pasado, aun cuando el nostálgico y perdido adolescente buscaba un paraíso inocente, que nunca existió tal cual lo creó por necesidad de huir de su propia debilidad. Ahora tiemblo al imaginar todo esto por lo unido que me siento a aquel cuerpo encadenado a sí mismo.

Es cuando ese hechizo se rompe. Mi recuerdo choca con otro. Entra una auxiliar joven y se sorprende de la gente, luego se sonroja y pide perdón, como si hubiera entrado en casa ajena. En cierta manera es que era así por entonces, aquel lugar era el hogar de mis abuelos, su único lugar de intimidad. Aun así costaba creerlo cuando nosotros lo invadíamos y lo ordenábamos como queríamos, les mandábamos a ellos en lo que hacían y no hacían; cuando entraban aquellas personas a limpiarles a ellos y a la habitación, como si fueran unos muebles más... Puedo oír unas voces amables de ésta y mi familia. Hablan amablemente, incluida en el círculo familiar. La mujer es afable, amable y comprensible, tenemos, creo recordar, contacto habitual. Ya no recuerdo su nombre, ni su aspecto en gran manera (salvo quizás su pelo negro, o marrón...), casi nada o nada directamente...

A veces pienso que importa poco el nombre, incluso el mío, en una historia, aunque también pienso en esa necesidad que tengo, que tenemos, del recuerdo, que está pegado cual cera al sello... No importa mucho mi historia, y no quiero darle mucha trascendencia, para dársela a un común denominador, pero he tenido que recurrir a mí, a mi yo, a mi pasado, a mi abuela, a mis recuerdos... Esa sombra que habita el mundo navega en las palabras que conseguimos hilar de nuestra vida y luego se desprenden para formar parte de otros. Al final este barco será el que me lleve con mi abuela. Por eso puedo entender la carga de llevar como de estar en la vida de personas como mi abuela. Por eso quizás me acuerdo de aquella muchacha joven, que tendría la edad que tengo yo ahora.

Mi memoria, o mi imaginación, tiene otras imágenes: por ejemplo, otra enfermera en una sala común, desgastada, con ojeras, y dando medicación. Esa imagen está asociada a una de las primeras veces, aún siendo un crío prepúber, que supe la magnitud de tener que cuidar y llevar a otras personas; que era una responsabilidad que me hacía caer de mi seguridad personal, si es que tenía aquel niño siempre frágil y cuestionado por todos... Siempre me ha costado darme cuenta de lo difícil que es tener la responsabilidad de otras personas, porque no he querido tener en mis manos el peso de otras, a veces ni de mi propia vida. —De adolescente intentaba mirar la vida como si fuera un narrador, un ojo ajeno a nuestra realidad, cual cámara—. Temía convertirme en un 'loco' y me imaginaba en su papel: un Napoleón retorcido por el ansía de la fama y el poder, un asesino en serie personificado en un militarrucho de bajo fondo, un médico que le falta el sueño, un conductor imprudente... La locura, pues, me ha recordado a una falta total de seguridad, indudablemente, en mis principios y en mi moral. —Y quizás me he sentido más seguro, irónicamente, en ella.

Por desgracia tengo otro recuerdo en el que otra mujer encargada de la limpieza de la habitación es insultada por mi abuela acusándola de ladrona. Mi abuela creía que le había quitado las joyas, cuando fue un familiar mío quien se las llevó por miedo a que, precisamente, las perdiera o enajenara. No entiendo hoy cómo pudo aguantar una humillación así aquella mujer, en la que podría ser despedida... Claro, ella sabía a la perfección que estaba fuera de sus cabales, que quien se robaba era su cerebro a sí mismo, y ya casi no le quedaba conciencia de sus actos. Toda la joyería y dineros no los tenía ya desde hacía tiempo, pero alguna conexión inexplicable en su cerebro la había hecho hacer aquel acto. No había necesidad ni se podía pelear en una situación en donde la otra persona tenía una realidad distorsionada de la suya. Mi abuela estaba discutiendo con un muro invisible, que entonces se perfilaba en una pobre empleada cualquiera, y mañana sería un anciano en silla de ruedas que le haría, diría o miraría de alguna forma.

Aquella mujer hizo como si tal cosa, reaccionó con indiferencia. Mi familia no haría nada ya que tenía la total seguridad de que no era cierto. No podría decir nada malo de la forma de hacer de la mujer, era la reacción propia de otra persona cansada de ver repetida esa experiencia misma una y otra vez. Cuántas veces, me pregunto, le sucedería esa misma situación con otras personas, cuántas veces se acordaría de una reacción así, o si le daría importancia siquiera. Al final la rutina le haría resistente a ese tipo de actos, a mi abuela y a gente similar, a actos similares. Ese grado de resistencia le daba un grado de deshumanización, necesaria para tener firmeza, cordura... O eso creía. Me crea una sensación de fuerte tristeza cuando hoy le recuerdo. Pero no creo que esa empleada pudiera decirme otra cosa que era un gafe del oficio, y me imagino que no podían hacer otra cosa. La firmeza tiene un toque de locura intrínseco, que envenena y envenenaba. Era una firmeza que volvía con el hedor de ese mal, que recorría los cuerpos de trabajadoras cansadas, y éstas tenían que resistir con un coraje que yo no podía poseer y envidiaba (hoy aún lo hago).

La «vida privada» de los habitantes de aquel lugar era inevitablemente pública. Siempre se convivía con un trabajador u otro residente. Nosotros la sociedad estamos acostumbrados a querer orillarnos a nuestra casa y olvidar que somos uno más de la sociedad. Queremos hasta huir y, en más de una ocasión, más bien siempre, no podemos. Este sentimiento estaba más que presente y encarnado en todas estas personas, aunque los más afectados eran los residentes. Por otro lado no se podía evitar saber de un visitante y familiar de otro habitante de la residencia. Todos hacíamos algún rol dentro de ese juego de entereza y de locura, donde mi abuela se trastornaba gustosamente para no tener que depender de él, sin ella hacerlo conscientemente. Al final sentíamos temor que fuéramos nosotros los siguientes, y ella se fuera dando saltos de placer.

Daba pánico sentir que alguien estuviera como estaban muchos de ellos, con caras pérdidas, desoladas, pringosas, en situaciones que nos recordaban a animales bestializados, deshumanizados. Perdíamos el concepto de humanidad y veíamos a las empleadas de aquel esfuerzo titánico vadear los obstáculos, cual Hércules con sus pruebas. En ese instante hasta ellas dejaban de tener cierto aire de humanidad, y se transformaban en parte de una máquina. Ese concepto de alienación quemaba en mis clases de filosofía y me daban flashes de estos recuerdos. Y me pregunto si tenemos incluso una necesidad a esa alienación, a olvidarnos de nosotros mismo... cuando somos débiles. ¿Podemos ser firmes ante el abismo que nos miraba y nos caíamos fácilmente? ¿Qué era ser firme, valiente, y significaba nuestra identidad, ante espejos tan retorcidos, que en realidad nos asustaban por mostrarnos naturalezas aisladas del resto?

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Memorias de una residencia (La Caída de Ícaro)Tempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang