XI

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Mi cabeza se levantó de golpe y mis ojos buscaron al emisor del mensaje entre las sombras y luces alrededor sin dar con nada más que rostros desconocidos y desfigurados. Todo empezó a dar vueltas. El miedo me emboscó de manera brusca y repentina. Como consecuencia, en mi pecho tenía una contracción que provocaba el cierre de mi garganta. Respiraba, mas el aire no llegaba a mis pulmones. Me ahogaba. Llena de miedo me abrí paso entre la marea oscura de personas y subí las escaleras.

«¿Y ahora qué?», me pregunté al borde del colapso.

Pensé en llamar a papá, quería pedirle que me fuera a recoger. Pero entonces pensé en que recibiría un castigo por haberle mentido. Uno de los sujetos que bebía en la barra preguntó si me encontraba bien. Creo que sus intenciones eran buenas, pero me sentía tan paranoica que corrí hacia el baño y allí me encerré. Dentro, mi olfato se sensibilizó a causa de un nauseabundo olor a desagüe y orina.

El frío me envolvió.

La idea de que afuera hubiese alguien acechándome, también.

Rita y Shellay llamaron a la puerta.

—¡Estoy bien, chicas! Me duele el estómago, nada más. Llamaré a papá para que venga a recogerme, ustedes vuelvan. Lo siento.

¿Estás segura? —Shellay mantuvo ese distinguible tono de voz apacible y capaz de hacer que la tensión que me provocó el mensaje disminuyera. Se estaba preocupando por mí, eso ya me tranquilizaba un poco porque no me hizo sentir sola del todo.

—Sí, sí. No se preocupen por mí.

Bueno, si tú lo dices... —escuché a Rita—. Que te mejores. Vámonos, Shel.

Espera un momento —regañó Shellay a su amiga—. ¿Quieres volver a casa, Harrell? Así tu padre puede ir a buscarte allá.

Accedí con la condición de que me esperaran un momento. Necesitaba un momento para procesar lo que acababa de ocurrir y mis futuros planes.

Pensaba en qué escribir cuando degusté el sabor metálico de la sangre. Eran las cutículas de mis dedos. Al parecer, las mordidas del canibalismo salvaje que cometía contra mis propios dedos habían sido tan violentas que desgarré la piel profunda. Jamás me percataba de este mal hábito, sí puedo afirmar que solía ocurrir en momentos de ansiedad extrema, donde me sentía limitada y acorralada.

Precisamente un momento como el que pasaba.

El bajo de la música rebotó en el cerámico del baño. Un golpeteo incesante provenía del espejo. Detallé mi reflejo entre la suciedad y los grafitis. Era un desastre. Mis fieles ojeras, inseparables amigas de mis desveladas, estaban presentes bajo mis ojos, los cuales gozaban lóbregos bajo la tenue iluminación. Mi piel pálida como la porcelana de las paredes; podría ser igual de suave y atractiva de no ser por las pecas y granos. Oh, y mi cabello, mi lindo cabello negro sin línea definida y puntas pajosas, igual al nido de algún pajarillo.

Dejé mi celular en el marco del espejo para abrir la llave y dejar que el agua escurriera sobre mis lastimados dedos. Poco a poco, las manchas de sangre se desvanecieron, solo había vestigios entre la piel y las uñas. Lo siguiente que hice fue lavarme la cara. De alguna manera, hacerlo me quitó una carga imaginaria.

«¿Y ahora qué? —me pregunté al levantar la cabeza y encontrar mi celular con la pantalla encendida— ¿Qué debería escribir en respuesta al mensaje?»

Lo más lógico era preguntarle quién era y cómo sabía que estuve en Norwick Hill, pero no quise sonar como alguien desesperada ni demostrar temor. La persona detrás de los mensajes me había escrito con un propósito, pero ¿cuál? Quizás preguntárselo habría sido una buena idea... No, sonaría como una arrogante y supuse que no se expondría tan fácilmente. ¿Preguntarle si alguien más lo sabía? Demasiado a la defensiva. Ninguna de las opciones anteriores me convenció; lo mejor que podía hacer era no responder, porque cualquier palabra que escribiera tenía la posibilidad de ser usada en mi contra. De llegar a pasar, quedaría mal con muchas personas.

Me propuse fingir que jamás recibí mensaje alguno de Skyler, que jamás pasé al motel Greywind, que no tenía encontré su diario y que el celular hallado nunca lo tomé. Y que a la mañana siguiente, después del desayuno, iría a la próxima zona de búsqueda en el bosque para dejar el celular allí; cabía la posibilidad de que alguien más lo encontrara y sacaran sus conclusiones.

Decidí no meterme en más mierdas.

Ojalá todo hubiese transcurrido así de fácil. Por supuesto, y como es bien sabido, del dicho al hecho hay un trecho enorme en el que cualquier cosa puede ocurrir.

Lo primero que pasó en esa larga línea entre el dicho y el hecho, fue que papá me dio un extenso sermón por beber alcohol en una casa ajena. Cayó redondo en que no habíamos salido de casa, no pensó jamás que nos metimos en algún antro, pero le molestó que bebiera demasiado.

Sí, él creyó que mi deplorable estado se debía a unas cuantas bebidas. La tapadera perfecta para ocultar el verdadero motivo de mi estado.

Lo segundo, el celular.

Antes de pretender que jamás tomé —linda forma de decorar el hecho de que me robé un celular— prestado para fines informativos un celular del escondite de Skyler, decidí curiosear su contenido. Había pasado casi medio día cargando la batería, esa cuenta extra en el recibo de luz tenía que valer para algo, ¿no? Pues lo hizo. Cuando encendí el celular y desbloqueé la pantalla táctil, me encontré con un fondo de pantalla cutre de Norwick Hill. Nada más. No había aplicaciones, no tenía información del dueño. Parecía, a simple vista, un celular de fábrica.

Accedí a los contactos. Tenía muchos nombres agendados, la mayoría —por no decir todos— pertenecientes a chicas. Llegué a contar sesenta contactos, entre ellos, el que más destacó, fue el número de Skyler. ¿Por qué Skyler se tendría a sí misma en su celular? Fácil; porque el celular que tenía en mi posesión no le pertenecía.

Me dirigí a los mensajes. Un espacio donde las aberraciones llegaron a su máximo esplendor. El chat que encabezaba la bandeja de mensajes era el de Skyler. A juzgar por cómo ella lo trataba comprendí que el dueño del celular era un chico. Pero eso no era todo. El sujeto se hacía llamar William Walker. O como Skyler me lo presentó: W.W., su jodido amante. Para enturbiar un poco más las cosas, el último mensaje enviado decía: «Escapemos. Dejemos toda esta mierda y comencemos desde cero. No te lo pienses, hazlo. Somos jóvenes, tenemos la oportunidad de seguir viviendo. Te esperaré en el diner de siempre». Y como añadido extra para fomentar la cursilería novelesca, el emoji de un corazón. La fecha del mensaje resultó ser la misma noche en que Skyler desapareció.

Recordé lo que las chicas hablaron. Sobre Skyler en las puertas del hotel, la última vez que la vieron. Pensar en que afuera la esperaba W.W. me tranquilizó por un instante. Uno pequeño cuando tuve en cuenta que el mensaje nunca tuvo respuesta y que el celular de dicha persona lo tenía yo. ¿Cómo mierda había llegado hasta el escondite de Skyler? Mi teoría fue que ella entró a su cuarto a escondidas, ocultó el celular y se fugó. Un acto sencillo. Tal vez a esas horas de la madrugada ella disfrutaba de una noche estrellada mientras los demás se preocupaban por su salud. Todo muy perfecto, su apestoso final feliz.

Seguí incursionando en los mensajes. Una forma simple de darme cuenta de la calaña asquerosa que el tal William Walker era. A todas las chicas agendadas les endulzaba la consciencia y les proponía marcharse, con el mismo último mensaje copiado y pegado que le envió a Skyler. Además era un degenerado que pedía fotografías explícitas y él mandaba de vuelta. Usaba las mismas palabras con todas, las apodaba de igual forma. No poseía escrúpulos, le gustaba usar a las chicas, y ni siquiera se llamaba William Walker. Me asqueé de tanto mensaje, de tantas fotografías y de tantas mentiras. Muchas habían caído enamoradas, otras habían aceptado fugarse y, posiblemente, había sido Skyler una de ellas.

Fue en uno de los mensajes que logré encontrar una fotografía del dueño del celular. Bastó con ver su rostro para dar un grito ahogado y lanzar el celular hacia la cama. La imagen del cadáver encontrado en la mañana cobró fuerza en mis pensamientos. Estaba desfigurado, sí, pero no lo suficiente para darme cuenta de que el celular le pertenecía a la persona muerta hallada en la mañana.


Cuando Norwick Hill vistió de rojo ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora