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El bosque que rodeaba Norwick Hill era más grande que la propia ciudad. Desde lejos parecía moho, de cerca un laberinto que lleva a otro mundo, a una fantasía. Sus árboles eran enormes, frondosos, de troncos anchos agrietados y viejos. De día se lograban oír los cánticos de pájaros. De noche, nada. Era quizás su silencio fúnebre lo que atrajo mi atención de pequeña, una noche que, reprimida por la falta de entendimiento hacia la enfermedad de mamá, escapé. Recuerdo que llegué a sus fauces guiada por la luna y mis ojos acostumbrados al azul nocturno. Sin pensarlo mucho, me introduje al bosque sin siquiera oír mis pisadas. Lo único que recuerdo después de mi entrada es mi salida en los brazos del guardabosques, Robert Henry.

Nunca más quise entrar al bosque tras lo ocurrido esa noche, rechazo que compartía con Skyler.

Había pasado bastante tiempo desde aquel acontecimiento y la aprensión por los bosques ya no estaba. En lugar de resultarme atemorizantes, sentía por ellos un atractivo que los ponía como el digno escenario para grabar o tomar fotografías, por lo que cuando mi padre me despertó la mañana del domingo, además de cargar mi mal humor y sueño, llevé mi cámara.

Nos encontrábamos reunidos frente a la cabaña del viejo Robert minutos antes de comenzar la búsqueda. Conté a unas treinta personas.

—Una vez iniciemos la búsqueda no te alejes demasiado. ¿Tienes tu celular en un lugar seguro? Debes fijarte bien dónde pisas. Si algo malo te sucede y estás consciente, haz sonar el silbato. No corras ni prestes atención a la cámara más que a tu entorno.

Mi padre, hombre sobreprotector y temeroso, seguía creyendo que tenía ocho años. Su discurso de protección era una repetición vaga de lo que ya nos habían dicho.

—Papá, maldición, cálmate. —Moví mis hombros para quitarme de encima sus manos, las cuales estaban ahí para que le prestara toda mi atención—. Estaré a unos metros de ti.

—Me preocupo, no quiero te pase lo de...

—No pasará —interrumpí con voz soporífera por el sueño y la remembranza de mi descuido infantil—. Era una niña tonta en ese entonces.

—¿Segura de que no lo sigues siendo?

Me hice la ofendida mientras él se echó a reír con su comentario.

Era bueno verlo animado. Al menos él lo hacía por ambos, porque ya me había percatado que era el atractivo curioso de un grupo de chicos, mis antiguos compañeros de colegio. Varias caras conocidas se presentaron en él, y con ninguno deseé hablar. Mi relación con ellos en mi época de colegio era casi nula... por no llamarla mala. No me gustaba nada. En todos los años que viví entre ellos jamás pudimos llevarnos bien, Skyler era la chica encantadora y yo siempre fui «la amiga de Skyler Basilich».

—Ya regreso, cariño —avisó papá. Le observé marchar hacia un grupo de adultos reunidos en círculo. Al parecer escuchan una oración del reverendo Grandchester.

Gran momento para quedarme sola, rodeada de personas desconocidas. Para matar la soledad que me embargó, revisé que mi cámara estuviera en orden y me di el tiempo de tomarle un par de fotografías a los resplandores que se colaban por las hojas de los árboles. Pude sacar dos fotos a los árboles dignas de ser enmarcadas, pero la tercera foto resultó ser una mancha de color piel. Rebecca Weels, había puesto su mano en el lente. Una cara conocida con la que no me apetecía hablar.

—Harrell Simone, pensé que nunca más te vería por aquí —pronunció en un tono mimoso y aniñado.

La maldita estaba mucho más alta que yo, mucho más curvilínea que yo y con un cabello mucho más oscuro que el mío. Era, en definitiva, una versión mejorada mía. A su lado yo parecía un hobbit. Lo peor era que recordaba bien sus tratos. «Buena» no era una palabra que definía mi relación con Rebecca, su presencia me era tan grata como una patada en el trasero.

Cuando Norwick Hill vistió de rojo ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora