Redención y castigo

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Debía de ser verano... No, principios de Primavera. Al menos podía acordarse de que los exámenes de MIR son casi a principios de Febrero, no había duda de eso.

— Pero... ¿Cómo demonios he llegado aquí? Y este paisaje... ¡No tiene absolutamente ningún sentido estructural con el lugar donde vivo!—denotaba asombrado—.

Un frondoso bosque rodeaba el pequeño claro done poco a poco, se incorporaba. ¡Ya lo tengo! Es el cielo. ¡Jajaja! Genial, he muerto y resulta que el cielo es un bosque donde el hall de bienvenida es un estupendo claro; aunque curiosamente, en este lugar no parece llegar demasiada gente a recibir o ser recibida... Esto está totalmente vacío.

— Espera —pensé—. Tal vez estoy adelantándome. Acabo de recordar... ¡Que aun me quedan varios años de intereses que pagar sobre la matrícula de la universidad! Y si morí sin trabajar ni un sólo día... ¡no he cotizado ni un céntimo! Mi padre me va a matar. Espera, ya no puede, olvidaba que ahora estoy muerto. Pues me rematará, o algo así. Ay la hostia...—Susurré, mientras de repente mi piel adoptaba un color pálido al recordar que esa clase de palabras podían considerarse una ofensa divina, una blasfemia en algunas sociedades.

— ¡PERDÓN, PERDÓN! —Rogué, mientras me arrodillaba y pegaba mi cabeza contra el suelo, como si de un musulmán rezando a la meca me tratase—.

Aunque en algunas culturas y sociedades religiosas la palabra "hostia" pudiera ser considerada blasfemia, realmente nunca había sido una persona muy practicante, por lo que realmente no podía decir con seguridad si esto sería relevante a la hora de determinar el permanecer en el cielo o... ¿en el infierno?

Podía estar ahí, en el mismo infierno, por no haber pagado mis facturas y haberle dejado a papá todas esas deudas, y yo sin saberlo. Ya podía verlos venir. Los ríos de lava debían estar a punto de llegar. Pronto, un amable diablillo barquero me daría un "tour française" por el río del flagelamiento y la desesperación. Podía sentir el olor a azufre en el aire, lo interpretraba dentro de mis narinas nasales como si del aroma del formol pos clase de disección se tratase.

Pero mientras que yo me encontraba calumniando las penas y horror de mi pasado con una solemne cara de angustia, podría jurar sin miedo a apostarme mi lugar en el cielo que, aquello que parecía ser una inocente ardilla, se mofaba de mi cómica cara esbozando una estrófica sonrisa repleta de picardía. Y digo parecía, porque nunca había visto una ardilla, pero este ser tenía forma de ardilla y, por si fuera poco, llevaba entre sus manos una bellota. Pues claro que tenía que ser una ardilla.

— Sin embargo...Nunca pensé que fuera a morir tan pronto. ¡Si hubiera sabido que además iría de cabeza al infierno, hubiera hecho muchas más tonterías!—pensé—.

Aunque tampoco parecía tan mal lugar. Supongo que las biblias, los monjes y la sociedad lo pintaban de una manera exagerada para comprobar cuan sagaz puede ser la inducción de la demagogia, ante una sociedad vacía y desamparada de toda razón crítica; pero al mismo tiempo carente de racionalidad o valentía en sus propios corazones.

Ahora que lo pienso... ¿Cómo serían los demonios? Los recordaba como unos seres estructurados en torno a la deformidad y la apatía. Oh, y no podemos olvidarnos de... ¡los súccubos! En la demonología y la mitología occidental nunca han faltado aquellas mujeres que, ávidas de deseo sexual, consumían a los hombres hasta el punto de arrancar de ellos hasta la última mortaja de vida que poseían. Pero hey, yo ya estoy muerto, así que estoy pensando que tal vez que no es un mal momento para perder mi...

— ¿Quién eres tú? —Preguntó una voz masculina que poseía un tono de seriedad; voz que al mismo tiempo parecía estar cargada con la experiencia de llevar cientos de batallas sobre sus hombros—. Desprendía un tono apático, y probablemente no la podrías considerar de una persona menor a los sesenta y cinco años.

Girando estrepitosamente, ya sin ninguna clase de miedo tras haber comprendido y teorizado correctamente que me encontraba en el otro barrio, procedí a contestar de manera simple y sencilla, pues ahora había pocas cosas que pudieran robarme cualquier clase de expresión atípica. Me había prometido que aquella ardilla malvada (pues obviamente había venido al infierno por burlarse del resto de sus compañeras ardillas justo antes de caer de la copa de "lo arto de un pino") sería la última en ver una expresión o mueca distinta a la chulería con la que a partir de ahora comenzaría a vivir el resto de mis plácidos días en aquel idílico bosque.

Si tuviera que describir la visión que suscitó su figura, no me sugirió nada que no pudiera haberme provocado cualquier otra persona que caminara por la calle a tientas de comprar pescado fresco un domingo en el mercado de abastos. Una figura antropomórfica, con diversos rasgos de vejez a lo largo de su cuerpo tales como su larga perilla blanca, o su rugosa piel, que se encontraba especialmente distribuida a lo ancho de su frente (rasgo que le suele ser concedido a personas que suelen fruncir con frecuencia el ceño); y un traje demacrado que podía ser, en cierto modo, ostentoso, dando la sensación de estar ante un verdadero mayordomo. Me sacaba un par de cabezas, así que podría deducir que superaba el metro ochenta y cinco sin ninguna duda. Y, aunque noté una especie de sensación que deduje sería la de contemplar a un demonio por primera vez, no tuve ningún reparo y comencé a hablarle.

Porque ya estaba muerto.

— Vaya, esperaba que los demonios fueran menos estereotípicos. Parece que es cierto eso de que todos sois unos viejos sin reparos a la hora de afeitaros. Mírate, al menos deberías aplicarte un poco de tinte en esa perilla blanca, ¡parecerás el verdadero batería de un grupo de heavy! Digno de un auténtico demonio. Y bien, ¿qué tal si me llevas a conocer al súccubo de una vez?

Y fue ésta la ocasión en la que aprendí por cuarta o quinta vez, que no se debe ir de chulo en esta vida, sobre todo con tus mayores. Puede que no todos sean demonios, pero seguro que más de uno ha tenido más tiempo que tú para ir más veces a la sala de musculación del gym. Y creedme cuando os digo que este cabrón había podido pasar toda su puta condena dentro del gimnasio, porque lo que hizo a continuación me convenció completamente de que estaba eones atrás de su físico.

— ¿Cómo has...? —musitó el hombre—.

Y rápidamente, como si de un mal chiste se tratase, frunciendo el ceño adoptó una posición de pelea, segundos antes de descargar con firmeza varios puñetazos en mi cara y estómago.

Uno, dos, tres y cuatro. Una exposición de técnica magistral. Jamás antes alguien había destrozado mi cara con tal arte. Parecía un artista trabajando en medio de la sensación de éxtasis tras la haber recibido una ola de inspiración gracias a su musa. Sin embargo, esta vez el artista usaba un pincel poco convencional; y su musa, osea, yo, estaba siendo humillada e implosionada contra un lienzo que vendría a ser el sólido suelo del claro de donde aun no me había movido en todo este tiempo.

El hombre mayor recogió el cuerpo del sancionado e inmóvil chico, cargándolo sobre su hombro derecho cual saco de patatas, mientras lo llevaba con un paso firme hacia un carruaje tirado por cuatro caballos de crin alta y de colores oscuros; situado en el lado oeste del claro, donde se encontraba una especie de sendero que atravesaba el bosque.

— Señorita, mis disculpas. He ensuciado la ropa del chico sin haberme dado cuenta. —Dijo el hombre, disculpándose con sinceridad ante la figura de una mujer cuya apariencia sugería una edad de entre unos quince o dieciséis años.

— ¡Oh Sebas! Míralo, pobre mendigo. ¡Lleva unos ropajes que nunca antes había visto! Debe de haberse escapado de alguna clase de circo, o haberlos robado...Además, parece estar muy malherido. Lo curaré con mi magia de sanación.

— Pero señorita, no debería gastar su magia en jóvenes tan descarad...

— ¡Sebas! Es una orden, no se hable más. Ya sabes que mi enfermedad me impide ignorar a esta clase de personas— Dijo la pequeña mujerzuela, juntando los labios con aires caprichosos—.

— Como usted ordene, srta Helenna— Dijo Sebas, agachando su cabeza mientras posaba su mano derecha suavemente sobre su corazón. ¡Chófer, ¿a qué estás esperando para partir?! ¿O tal vez necesitas algo de motivación por mi parte?—.

— N-No, por supuesto que no, señor Sebas, ¡Arre, arre! —exclamó el cochero, motivado ante la convicción que poseían los puños del mayordomo—.

Parallel DoctorWhere stories live. Discover now