Atención primaria

75 1 0
                                    


"Todo es mente, y una vez que eres consciente de ello, el ilusionista desaparece...y lo que queda, es la realidad­­"—Buddha.

Ella está sentada justo a mi lado. Sólo nos separan una serie de libretas y apuntes de poca definición sobre el sistema nervioso humano. La clase de nuestro profesor, es magistral. De escucharla pende la mágica fuerza de voluntad que tiende a derribar el fino muro entre el aprobado y el suspenso. Pero todo eso se disipa con sólo mirar su rostro, con sólo ver su tierna sonrisa, que me hace pensar que este mundo aun no está podrido del todo. Me encanta verla reír, y juro por cada uno de los niveles de la médula espinal, que gastaría cada crédito en mi matrícula, por mantener esa sensación de felicidad vigente en cada célula de mi cuerpo. Estoy seguro de que, si la primavera tenía una marca de perfume, ella lo estaba promocionando cada día que asistía conmigo a clase.

Es un sentimiento extraño. Una vía de escape a cada molécula de polución que amenaza Madrid todos los días. Se acerca San Valentín, y me encantaría preguntarle si vendría a comer croquetas conmigo. Casa Julio es un buen sitio. Maldita sea, es tan buen sitio que sólo de pensarlo todas mis vísceras comienzan a aullar, como si fuera un lobo hambriento en busca de una presa bajo la luna llena. ¿Por qué no la invito a cenar? Ya lo sé, porque me arrepentiría. No porque ella no supiera cómo catar una puta croqueta, obviamente. Pero estaba claro que me daría una respuesta vaga, indecisa, que no me dejaría claro que no vendría conmigo, pero que sí me haría desear que se vertiera sobre mí todo el estante donde guardábamos el ácido sulfúrico en el laboratorio de la universidad.

Está claro que la mente, muchas veces, nos juega malas pasadas. A veces, pueden ser inocuas, como una leve amnesia. Otras, tan perturbadoras que podrían helarnos la sangre durante el resto de nuestra estancia en la universidad. Una vez leí un libro donde mencionaban un dato estadístico muy particular: Si una de cada cien personas en esta sociedad son psicópatas, ¿con cuántos de ellos podemos encontrarnos en una gran ciudad como Madrid a lo largo de un día?

Es un poco perturbador...Pero ya no estamos en Madrid, ¿no es así?

De hecho, ¿dónde demonios estoy? Mi cabeza me da vueltas. Es como si volviera de una de esas...malditas fiestas universitarias a las que casi nunca asistía. No hasta que no me arrastraban mis amigos. De pronto, mientras abría con cierta rudeza mis ojos, cuyos párpados estaban algo pegajosos, noté algo que probablemente me había hecho despertar: Olía a primavera.

Parece ser cierto aquello de que los estímulos olfatorios podían incidir en el nivel de alerta. — Justo como el olor del café recién hecho por las mañanas en mi antigua casa de universitario —pensé—.

Añoraba esa casa. Mis caseros, su perro, mis compañeros de piso... Había estado viviendo buenos y malos momentos con cada uno de ellos durante mi larga estancia en la universidad; y aunque no consideraba especialmente relevantes a ninguno de ellos en mi vida a día de hoy, me doy cuenta de que había algo que añoraba: El sencillo placer de ver el café recién preparado por la mañana, sobre la encimera de una cocina que, aunque funcional, a veces parecía estar a punto de caerse a pedazos. Qué simple era...y a la vez, qué feliz parecía hacerme. A veces creo que debería haberme tomado más en serio esos momentos.

Pero volvamos al mundo real. Porque seguimos en el mundo real... ¿No es así? Después de todo, no creo que me haya cogido ningún pedo infernal con aquel viejo diabólico.

Comencé a mirar a mi alrededor: Me encontraba en lo que aparentaba ser la habitación de alguna clase de niña. Sin embargo, la cama donde estaba extendido, no parecía ser de cualquier niña. Sábanas de seda, una almohada de un plumaje que no conseguía reconocer, y sobre mí se encontraba un dosel cuyo velo estaba sostenido por cuatro finos pilares de madera.

El resto de la habitación no se quedaba atrás: Las cortinas y el resto de la pared, parecían haber sido robadas de la casa de invierno de Blancanieves (y no precisamente de la Blancanieves pobre); un gran armario empotrado parecía adornar toda la pared frente a la cama, y un ventanal parecía dar a un pequeño balcón justo a mi derecha.

Pensaría que había sido transportado al cuento de alguna clase de sirenita cachonda, si no fuera por...la cadena que me encadenaba a uno de los cuatro postes.

Parecía ser de día, pues por el ventanal podía entrar bastante luz, y yo parecía estar bien. Bien jodido, naturalmente.

El dolor de mi cabeza parecía ser de carácter meníngeo. Al pellizcar la piel superior a mi clavícula, ésta tardaba un poco en volver a su estado original. Todo apuntaba a que estaba deshidratado, pero por alguna razón...No estaba asimilándolo.

Un pequeño flashback mío comiendo el suelo gracias al abuelo matón trajeado trajo una parte de mi consciencia de vuelta.

Debía pensar rápido. Y por desgracia para mí, mi cerebro parecía no estar de acuerdo. ¿Qué estaba ocurriendo? Mi mente, por alguna razón parecía adormecida... ¿Podría ser por haber dormido demasiado? ¿Cuánto tiempo llevaba dormido?

Me incorporé al mismo tiempo que escuchaba el sonido de una puerta abrirse. Venía de detrás de mí.

Al parecer, la jaqueca me había afectado tanto, que no había visto que la sala se extendía unos veinte metros más hacia atrás.

No me habría parecido extraño, si al asomarme sobre la cómoda que parecía actuar como cabecero de la cama, no hubiera visto que no había más que una extensa alfombra roja. No había ni un solo mueble más. Casi podría decir que me encontraba en la sección de dormitorios del Ikea un día de liquidación.

Mientras me asomaba con poco más que los ojos, podía discernir una figura de talla media y delgada, asomarse por la recién abierta puerta. Llevaba una ropa extraña, una mezcla de prendas de sirviente y enfermera de la cruz roja, que parecía estar algo desgastada. Además, había entrado con especial cuidado, mientras sujetaba una bandeja de plata con una jarra de cristal, que parecía contener algún líquido. Con el tiempo, había comenzado a observar mejor a las personas a las que pasaba consulta durante mis rotaciones y prácticas en el hospital. Parecía que había conseguido desarrollar un excepcional talento para observar y analizar el lenguaje y rasgos corporales de las diferentes personas que se paseaban no sólo por el hospital de Pozuelo, sino en cualquier parte.

Conforme se acercaba más, comencé a tomarme mi tiempo para observarla más detenidamente. Caminaba con la cabeza baja, casi parecía tenerla protegida entre sus hombros. Tenía un gorro de tela que cubría su pelo, y al caminar tan agazapada, me estaba resultando algo difícil definir su sexo.

Pero al acercarse más, por vijisitudes del destino, una ráfaga de aire frío abrió el ventanal, haciéndome estremecer y cerrar los ojos, al mismo tiempo que el mismo viento removía el fino gorro de tela de su cabeza.

Y qué cabeza, Dios. Ahora podía verla bien. Su cabello rubio podía no extenderse más allá de sus orejas, pero era como el nacimiento de un río donde sólo puedes encontrar piedras preciosas.

Sus pómulos rosados acentuaban sus mofletes, que miraban con envidia sus dos ojos verdes. Parecían estar entrecerrados, casi como dos conchas de mar.

Pero basta ya de idealizar. Había notado una leve cojera mientras la veía aproximarse, así que me preguntaba si le costaría agacharse a recoger su gorro. Y así era. Justo cuando intentó agacharse y flexionar su cintura, se estremeció, entrecerrando los ojos. Parecía dolerle mucho. Así pues, desistió y volvió a incorporarse.

Entonces la vi. Había bajado lo suficiente para que aquel curioso velo que llegaba hasta su cuello, se deslizara hasta permitirme observar una pequeña porción de su clavícula.

Estaba llena de moratones.

Parallel DoctorWhere stories live. Discover now