De reyes, locura y colas de sirena

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Mi bisabuela Mayda fue la primera en salir de nuestro sagrado territorio marino. Ella se atrevió a acercarse a esas criaturas inmundas, que habitan la superficie seca y caminan sobre sus horrorosas extremidades. Nunca se supo qué fue lo que la llevó a semejante locura.

Se dice que se enamoró, de lejos, de cierto príncipe. Otros comentan que la curiosidad fue lo que la hizo arrastrarse hacia la arena. Que todo lo demás fue coincidencia. Incluyendo su boda con el humano y su trato con ciertos brujos de aquella espantosa civilización, para convertirla en una más de ellos.

Como siempre ocurre en este tipo de cosas, a menos que estemos hablando de leyendas, los resultados fueron desastrosos. Mi bisabuela regresó al océano, con un rencor y una vergüenza tan profundos que no pudo hablar de lo que ocurrió con nadie, por el resto de sus días. En el iris rosado de sus ojos ardía el fuego de la ira, cada vez que alguien mencionaba cualquier asunto que se relacionara, en lo más mínimo, con las criaturas secas.

¿Por qué es importante esto? Muy simple. Yo, con mis recién estrenadas aletas de adulta y como buena descendiente de la loca de Mayda, he logrado salir a la superficie también.

Y, además, entré en tratos con un hermoso espécimen seco.

Qué cosa tan espectacular aquel hechizo. Esa fuerza poderosa a la que llaman amor. Ahora entiendo por qué Mayda quiso dejar de lado sus escamas.

Lo bueno es que a mí no me va a pasar algo así. Mi príncipe me acepta, tal como soy. Él es señor de unas tierras muy pequeñas, pero llenas de maravillas. No me falta el agua, ya que en su reino las paredes están cubiertas por unas extrañas máquinas en las que esos trapos con los que se cubren todos ingresan llenos de suciedad seca y salen impecables, húmedos. Me encanta colaborar con él durante el día, ingresar los montones de trapos inmundos para ver la magia del agua, girando por las ventanas redondas, en mil burbujas blancas que se llevan las impurezas.

Por las noches, yo misma pruebo el sistema.

Mi príncipe se altera cuando hago eso. Por eso he dejado de hacérselo notar. Pero, de vez en cuando, apenas lo veo irse a dormir, vuelvo al precioso reino, para sentarme en uno de los aparatos. He logrado cambiar mis aletas por aquellos apéndices que llaman piernas pero, al contacto con mi elemento, vuelvo a ser yo. Ambas versiones de mí son amadas, ambas respetadas. Supongo que he tenido suerte. Pero no he olvidado mi misión.

A veces, veo en las noticias aparecer al descendiente de aquel otro príncipe, el que rompió las ilusiones de mi bisabuela. Observo a aquel nuevo rey, con sus apéndices llenos de joyas costosas, sus trapos siempre limpios y su cabello oscuro. Lo veo por las pantallas que reproducen su vida pomposa, lo escucho hablar en varios idiomas, con su expresión seria y sus ojos de iris rosados, muchas veces encendidos con una fuerza sobrehumana.

Sé que él sabe que en el océano lo sabemos.

Sé que si supiera que nosotros sabemos lo que él sabe no estaría tan tranquilo.

Pero basta de trabalenguas. Tengo una vida tranquila, supongo que posponer la venganza por un par de décadas dará igual. Supongo que vivir bien, darme unos cuantos gustos al lado del enemigo es suficiente. La mejor venganza es seguir adelante, ser feliz a pesar de todo, no invertir energías en causas inútiles que ya caducaron.

Déjenme volver a mi lavarropas, mis escamas no se lavarán solas.

El sueño de la pluma blancaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora