Capítulo 45

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La risa de Alexander era fría.

Un enigma. Endorfinas viajando por sus venas y explotando con un barítono a través de su boca, como un volcán en erupción. Fuego y cenizas. Sus emociones provocaban esa reacción, pero ninguna honesta y pura, libre de intenciones distintas al flagelamiento.

Se rió tan agusto como pudo, a sus anchas, pomposo... victorioso. Mis ojos eran ciegos, sin embargo, mis oídos no. Interpretaba su postura rimbombante, su rostro satisfecho de su maniobra, clasificandola como un éxito rotundo.

Después de todo me permití escucharla porque con cada nota me endurecia más. Porque estaba envalentonada a causa de las palabras de Daniel Cox. Dolió mucho, sentirlo tan cerca y saberse tenerlo tan lejos, como la luna al mirarla, aquella que fue fiel seguidora de nuestras andanzas en la penumbra. Tan cerca que mis manos picaban por sentir su piel mientras mi corazón se rompía al conocer que no sería posible.

"Te amaré, Elie. Yo puedo hacerlo, por ti puedo hacerlo"

Pero ya lo hacía, y si él no lo sabía, yo sí. Él siempre tuvo la capacidad de amar, de hacerlo tan profundo que era único... que alegraba, que inspiraba y que dolía. Pero nadie entendió, entonces, nadie había sido merecedor de ello. No su padre, su madre o aquella mujer que lo defraudó. Siempre buscando refugio donde albergar sus sentimientos y que alguien le fuera recíproco. Un corazón noble, pero maltratado por las circunstancias, o más específicos, por personas.

Ya lo haces, cariño, tan puro y honesto. Lo haces. Pensé.

Me levanté del piso y enderece mi postura. Todo el camino barriendo con las lágrimas de mis ojos. Aún escuchando sus malévolas palabras proferidas con facilidad. Me pregunté cómo camufló alguna vez esa maldad pura que albergaba con arraigo. Si alguna vez me di cuenta y le hice caso omiso por su impecable y fría belleza. Quizás en el momento en que lo conocí era puro, pero todavía con esa vena perniciosa llena de malicia allí, sin desarrollarse del todo.

Alguna vez leí un libro de ficción sobre un extraño experimento realizado por un tal Doctor Jekyll, que, apesar de lo fantasioso de su idea, el doctor hablaba de la dualidad de personalidades en los humanos. Bien y mal. En Alex lo maquiavélico había agarrado tanta ventaja que consumió su lado benévolo, como las llama a la simple seda.

Me pregunté si como el retrato de Dorian Grey (1) él había sufrido en su aspecto las consecuencias de sus actos. La deshonestidad volviéndose arrugas, la antipatía cobrando sus obras en su postura esbelta, el odio oscureciendo el bello gris de sus ojos, la soberbia absorbiendo su color dorado.... la maldad transformando sus finos rasgos que recordaba en mi memoria en pura teoría.

Se había transformado tanto que sabía que era él porque su presencia proyectaba en mí un escalofrío que corría por mi espina dorsal.

—Alex... —lo llamé suavemente acercándome a él, levantándo mi mano izquierda para tomar su mejilla.

El calló, esperó un segundo, y colocó mi objetivo en mi palma. Las yemas de mis dedos tocando su fría piel y la barba incipiente. Mi pulgar rozó sus labios y encontró en ellos una sonrisa formada, que tenía todas las señales de ser arrogante. Sus facciones tensas se relajaron gradualmente. Su respiración era acelerada por el ataque de risa que menguó.

Quedó lánguido bajo mi atención, quizás creyó por un momento que lo que había aseverado en la llamada era cierto.

Ni en lo más mínimo.

Por eso no me arrenpetí de mi osadía. Porque ni todas las excusas del mundo harían un indulto para perdonar el dolor que me causaba.

Cuando calculé lo que quería respiré profundo y levanté mi puño con tal velocidad y fuerza de ser digno llamado un buen derechazo.

Una Vida Contigo © Terminada. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora