Bingo. Se detuvo en seco y parpadeó. Los ojos naranjas se volvieron turbios y me observaron con cierta prudencia. Se rió por lo bajo y prosiguió con su actividad, fingiendo que no había pasado nada, que la pregunta no le había afectado.

—Gracias a los dones de la Organización, he vivido muchos años. He tenido la oportunidad de ver transcurrir dos siglos ante mis ojos. —«Lo sabía», pensé, excitado. Me tensé un poco sobre la silla—. Me ha dado tiempo a recoger muchas influencias.

—Dime algo que te guste de los últimos cuarenta o cincuenta años.

—Muchas cosas.

—Dime una.

—Eurythmics. —Alcé las cejas. Era lo último que esperaba escuchar. Antes de que pudiera decir algo más, me quitó la toalla y sacudió los restos de mi cabello sobre el suelo—. Mírate.

Le hice caso, y tuve que admitir, una vez más, que el Señor Perfecto seguía siéndolo. Me había igualado las puntas más abajo de los hombros y había sacado un par de capas para darle cuerpo a mi melena frágil y quebradiza. El resultado era moderno, juvenil y me favorecía.

—¿Hay algo que hagas mal?

Se rió entre dientes otra vez.

—Algo habrá. Ve al salón mientras limpio esto. Y pon una película.

Asentí, ilusionado. Sacudí algunos restos de pelo cortado de mi camiseta y finalmente me la quité, desistiendo. No me apetecía pasarme la tarde con comezón en la espalda y los hombros.

—¿Cuál vamos a ver hoy?

Lot se lo pensó un momento, acuclillado sobre el suelo mientras recogía los periódicos.

—Supongo que es un buen momento para Gilda —decidió al final.

En el salón, lo dispuse todo a mi gusto: me llevé la comida a la mesa, dejé las botellas de licor, los agitadores y las copas cerca del sofá para que Lot pudiera servirse a gusto y saqué una cubitera con hielo. También puse cerca el mechero, el cenicero y su pitillera de plata con la salamandra lacada en la tapa. Me quedé mirándola un rato, preguntándome por qué había elegido aquello como símbolo. Por su apellido, era evidente. Si es que podía creer que lo fuera. Pero, ¿habría un significado más allá de eso? Miré hacia atrás. Escuchaba el agua correr en el cuarto de baño. Seguramente, Lot iba a limpiar con más dedicación de la necesaria. Puse la cinta de vídeo en el reproductor y encendí la televisión, luego me fui a mi cuarto y abrí el portátil.

Tecleé «salamandra» en el buscador y luego leí por encima lo que la omnisapiente Wikipedia tenía que decirme al respecto. La mayoría de las cosas ya las sabía: lagartos anfibios con cuerpo estilizado, nariz corta y cola larga. Me sonreí ante esta descripción, que me resultó muy acertada. «De forma única entre los vertebrados, las salamandras son capaces de regenerar extremidades y otras partes del cuerpo». Alcé las cejas. Movido por la curiosidad, empecé a leer con más atención. Fruncí el ceño al mirar las fotos. Eran unos bichos de lo más singulares, pero tenían una cara un poco boba. Estaba a punto de ver cómo se defendían de otros depredadores cuando escuché a Lot a mi espalda. Cerré la pantalla, dispuesto a ponerme en pie. Él la abrió, suspicaz. Al ver a qué dedicaba mi tiempo, sonrió a medias.

—¿Has terminado?

Asentí, algo cohibido, hundiendo las manos en los bolsillos de los pantalones de lino. Esa actitud tímida debió encender algo en él, porque se me acercó, sinuoso, y me acorraló contra la mesita. Apoyó las manos en el borde, cerniéndose sobre mí y haciendo que me sonrojara antes de besarme profunda y seductoramente. «Su ego siempre le pierde», pensé, mientras mi otro yo se emocionaba como un estúpido y se deshacía en su boca. Guardé ese descubrimiento en mi memoria. Seguro que tendría que utilizarlo antes o después.

Flores de Asfalto II: La SalamandraWhere stories live. Discover now