—No —reí entre dientes—. Que engañan, bobo.

Ambos acabábamos de entrar en la órbita de siempre, la que nos llevaba a estrellarnos el uno contra el otro, pero no teníamos prisa. Disfrutábamos de la gravedad, prolongando la espera, balanceándonos perezosamente en el vaivén de la anticipación. Me rozó los labios con los suyos, su voz era un ronroneo.

—¿Me engaña tu apariencia, Alex? ¿Acaso eres más de lo que pareces?

—¿Tú qué crees?

Amagué un beso sobre su boca y después coloqué los dedos en sus labios. Él los entreabrió y me lamió, mordisqueándome las yemas.

—Que eres una zorra provocativa con piel de cordero.

Sonreí. Él sonrió a su vez.

—¿Y eso te gusta?

—¿La zorra, o el cordero?

—¿Es que puedes pensar en uno sin el otro?

—Lo hago a menudo. Pero no te preocupes. Os voy a follar a los dos.

Hundió los dedos en mi pelo y tiró de mí. Ladeó el rostro antes de besarme, abriéndome la boca y deslizando su lengua en el interior con decisión, muy profundamente. Aquella conquista certera me hizo estremecer de excitación, y enredé mi lengua en la suya, dadivoso y seductor. Me ponía cachondo solo con tocarme, y aquellos besos enloquecedores no perdían su poder por mucho que los probara. Me apreté contra su cuerpo, frotando las caderas contra las suyas y le desabroché la chaqueta.

—Se te va a arrugar el traje —murmuré.

—Ya está arrugado.

Me hizo callar con otro beso más exigente, erótico e intenso. Respondí con la misma profundidad, en mi caso, llevado por un impulso de emociones limpias. Era extraño en alguien como yo sentir de una manera tan clara, tan generosa. Seguramente era por efecto de Alex. Nos quitamos la ropa sin prisa. Intenté ser delicado con las prendas de Lot, ya sabía lo fetichista que podía llegar a ser con respecto a los trajes, y las dejé sobre la mesa de cristal, a nuestro lado. No puedo decir que él fuera igual de cuidadoso con mi camiseta y mis vaqueros. Los tiró contra la pared y ambos nos reímos entre dientes, callándonos después con besos hondos y húmedos cuando quedamos solo con la ropa interior. Sus manos recorrieron mi cuerpo lentamente, mientras me besaba los labios, el rostro y el cuello y rodábamos sobre el sofá. Le acaricié, deseoso de sentir su tacto vibrante solapándose en las yemas de mis dedos: la línea de los hombros, el torso elástico, suave y duro, el vientre plano. Su polla presionaba contra la mía, y cuando empujábamos el uno contra el otro, podía sentir los latidos de ambos. El calor se volvió sofocante, los besos se convirtieron en mordiscos devoradores. Y a medida que aumentaba mi deseo, las emociones se me enredaban más y más.

Maldita humanidad prestada.

—No dejaré que sea solo un día si pueden ser treinta —murmuré, jadeando sobre su boca.

—Intentaré que sean muchos —me replicó. Sus ojos parecían de nuevo esquivos, aunque me mirasen con fijeza. Su mirada estaba vacía, dos esferas de cristal inanimado—. Intentaré que sean los mejores.

—Vivo en la absoluta maravilla —admití—. Si antes tenía pocas razones para no sentir cada momento, ya no tengo ninguna excusa. Ni la verdad, ni la mentira.

Sus manos ascendieron por mi espalda. Su contacto era más físico que cualquier cosa, sus dedos parecían filtrarse entre las fibras de mi propia piel, solaparse y fundirse en un punto muy superficial y patinar sobre ella.

—Todo aquello en lo que creas, será verdad. No hay más reglas.

Sonaba demasiado fácil. Tentador. Abandonarse a ese relativismo que yo no llegaba a comprender entonces era como dejarse llevar por un encantamiento y no mirar atrás. Tal vez, una manera de renunciar a la verdad, a la Verdad con mayúsculas. Pero qué demonios. La belleza era la única verdad que merecía la pena. ¿Acaso no había aprendido eso?

Flores de Asfalto II: La SalamandraWhere stories live. Discover now