Capítulo XII

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Por las cortinas de la habitación se filtraba el primer rayo de sol de la mañana, Burke no había pegado un ojo en toda la noche, no pudo hacerlo teniendo a la mujer que le quitaba el aliento a su lado. No quería despertarla, no quería despedirse de ese momento, le resultaba demasiado difícil pensar que no volvería a compartir la cama con Luján, pero debía irse. Se levantó con sigilo, tomó sus pertenencias y se escabulló por la puerta sin hacer escándalo, sin voltearse a verla porque si lo hacía, si volteaba para ver a Luján dormir, no podría irse.

En aquella habitación se quedaba su corazón, en los sueños de Luján Alvarado Montes, la única mujer que le había quitado el sueño.

Luján se despertó cuando María entró en la habitación, desesperada miró hacia su lado, pero aparentemente, Burke se había ido antes. Aunque le alegró saber que nadie supiera que él pasó la noche allí, su corazón dolió cuando no lo vio. En el fondo, no había perdido la esperanza de que él la eligiera, de que se quedara con ella y la amara. La Nana le sonrió cuando ella se sentaba en la cama, el corazón le pesaba.


—Buenos días, Nana —la saludó.

—Buenos días, mi niña —saludó María—. Solo vine a preguntarle si bajará a desayunar con las visitas. Svetlana me informó que Bruno, el sobrino del señor, se quedará, además están los soldados y mi niño Arturo con Rafaela —Luján suspiró. Burke desayunaría allí, debería verlo.

—Sí, bajaré a desayunar.

—El baño está listo —le informó María—. Mientras se baña, elegiré su ropa.


Cuando Luján entró en el comedor solo faltaba Jack Neumann e Irene. Bruno se puso de pie ofreciéndole la silla a su lado, la pelirroja se sentó allí bajo la atenta mirada de Burke, quien sentía la necesidad de acribillar al italiano fanfarrón.


—¿Caterina? —cuestionó Luján mirando a su madre. Rafaela se incomodó, aún no aceptaba la idea de que su hija menor se casara con un soldado cuando iba a tener un hijo de otro hombre. La prefería soltera.

—No quiso bajar —explicó—. Aún está cansada de anoche —la pelirroja no se creyó ese cuento.

—Bruno nos comentaba antes de que llegaras que iría a cazar —informó Warren a Luján—, le preguntó a Arturo si te dejaba ir para acompañarlo.

—Por favor, tío Warren —murmuró el italiano simpáticamente—, deberías haberme permitido que primero invitara a Luján. Creerá que tengo vergüenza de hacerlo.

—De hecho, no sé cazar —explicó la pelirroja.

—¡Luján, por favor! —exclamó divertida su madre, su risa fue algo fingida, estridente— No debes hacer nada, solo ser simpática —casualmente la mirada de la pelirroja se encontró con la de Burke, quien mantenía su semblante sombrío, como si no quisiera dar a conocer qué le producía esa situación.

—Buenos días —saludó Irene entrando al comedor.

—¿Qué dices, bella? —susurró Bruno sonriéndole. Aquella sonrisa podía derretir un glaciar, pensó Luján. Después de todo, no quería pasar tiempo con Burke cerca doliéndole en el alma y Bruno era agradable, una digna distracción que incluso le causaba curiosidad— ¿Me acompañarás?

—Está bien, Bruno, iré —los ojos verdes del muchacho la admiraban, brillaban mirándola.


Mientras desayunaban el italiano se dedicó a explicarle en qué consistía la actividad que harían durante el día, la charla entre ambos los aisló del resto de la mesa. Después de desayunar partirían al bosque, Irene le prestaría a su sobrina botas para montar y ropa adecuada. Rafaela parecía encantada con la noticia, Bruno era la clase de yerno que ella aspiraba para su hija, incluso mejor que Federico de la Vega. Guapo, joven, extranjero, de abolengo. Arturo, Warren y Burke se entendían perfecto, ese día pensaban ir a ver los coches nuevos que habían llegado a la ciudad porque el argentino planeaba llevarse uno para presumirlo en Buenos Aires.

Amor TempestadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora