XIX

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Karol trató de ignorar la punzada de dolor que esas palabras le causaron.

–Yo espero encontrar algún día a un hombre del que me enamore y con el que pueda pasar el resto de mi vida –le informó ella, preguntándose si realmente se atrevería a correr ese riesgo–. Pero de lo que estoy segura es de que no se parecerá a ti en nada.

Ruggero se alegro de que, en ese momento, la azafata se acercara para servirles café, interrumpiendo la conversación con Karol.

[...]

–Antiguamente fue un monasterio benedictino –explicó Ruggero en el momento en que el coche dobló una curva y apareció a la vista una casa de ladrillo y cubierta de teja–. Partes del edificio datan del siglo XI. Se ha rehabilitado en diferentes ocasiones, pero la última obra la realizaron mis abuelos; es decir, mi abuela, que la transformó en la preciosa casa que ves ahí delante.

–Sí, parece preciosa –a Karol le sorprendió el tamaño de la construcción y su historia.

El monasterio se asentaba en lo alto de una colina con vistas a campos verdes y a otros salpicados de flores silvestres y amapolas. En la distancia, se vislumbraba una zona semidesértica conocida por el nombre de Crete Senesi. Una estrecha carretera serpenteaba entre olivares y altos cipreses hasta llegar a Casa di Colombe.

Unos minutos después, Ruggero cruzó las puertas de la verja y se adentró en la explanada de la entrada, donde era más fácil apreciar el trabajo de rehabilitación del antiguo monasterio. Los claustros estaban cerrados con ventanas de cristales arqueadas. En una esquina había un viejo pozo y por toda la explanada había maceteros con lavandas, limoneros, laureles y un sinfín de plantas aromáticas. Los chorros de agua de una fuente era el único sonido que rompía el silencio.

–Mi abuela Anetta era muy aficionada a la jardinería –le dijo Ruggero después de que ambos salieran del coche al verla fijarse en las plantas–. En la parte de atrás hay un jardín del que estaba muy orgullosa. También hay una piscina y un lago, aunque no te recomiendo que te bañes en el lago. Cuando era pequeño, solía cazar tritones en él.

–Ahora que tu abuela ya no está, ¿Quién cuida todo esto?

–Gente del pueblo. Dos hombres se encargan de los jardines y de los arreglos en general, y dos mujeres vienen periódicamente a limpiar la casa.

Ruggero abrió la pesada puerta de roble de la entrada y lanzó un suspiro de placer al tiempo que instaba a Karol a entrar.

–Para mí, este es mi hogar. Tengo intención de venirme a vivir aquí no dentro de mucho.

Karol le lanzó una mirada de sorpresa.

–¿Vivías aquí? Yo creía que te criaste en Inglaterra.

–Nací aquí, cosa que a mi padre no le hizo ninguna gracia. Él quería que su heredero naciera en Inglaterra. Pero a mi madre se le adelantó el parto, cuando estaba visitando a sus padres, y por eso nací en esta casa.

Ruggero lanzó una carcajada antes de continuar:

–Al parecer, mi padre le echó en cara a mi madre que hubiera tenido un parto adelantado, dijo que ella lo había forzado para que yo naciera en Italia. Esa es una de tantas cosas en las que nunca estuvieron de acuerdo, como en el idioma que yo debía hablar. Mi padre solo hablaba conmigo en inglés y mi madre fue quien me enseñó el italiano, por eso soy bilingüe.

Ruggero hizo una leve pausa y suspiró antes de añadir:

–Fui al colegio en Inglaterra, pero pasaba la mayoría de los veranos con mi abuela –Ruggero se encogió de hombros–. Me gusta vivir en Londres, pero me considero más italiano que inglés.

En el vestíbulo, a Karol le llamó la atención una fotografía enmarcada que colgaba de la pared y se acercó. La mujer de la foto era una anciana de cabello blanco y rostro arrugado; pero a pesar de las huellas de que la vida había surcado en sus semblante, este desprendía una serenidad que se reflejaba en los brillantes ojos grises.

–¿Es tu abuela?

A Karol le dio un vuelco el corazón cuando, al girar, descubrió que Ruggero se le había acercado y estaba a su lado.

Con los ojos fijos en la foto, Ruggero contestó:

–Sí, es Anetta unos meses antes de morir.

La emoción se le agarró a la garganta. En el pasado, lo primero que hacía al llegar a esa casa era ir corriendo a ver a su abuela. Sentía enormemente su pérdida y, curiosamente, aunque nunca había ido allí con una amante, le pesó que Karol no hubiera conocido a Anetta. En cierto modo, le recordaba a su abuela. Al igual que Anetta, Karol era muy independiente y, por lo que sabía de ella, sumamente fiel a los allegados. Por el modo como hablaba, se había dado cuenta de que Karol debía querer mucho a su familia.

Al bajar la mirada y clavar los ojos en ella, por primera vez fue consciente de su corta estatura. El día de la fiesta, Karol llevaba tacones altos, por lo que no había notado la diferencia de altura. Pero ahora que ella llevaba zapato bajo le sobrecogió un súbito deseo de protegerla.
Instintivamente, Ruggero acarició su mejilla.

–¿Cómo te encuentras? Aún estás algo pálida.

–Estoy bien, ya se me han quitado las ganas de vomitar –le aseguró ella.

–Durante los próximos dos días, quiero que te tomes las cosas con tranquilidad –Ruggero la miró con expresión traviesa–. Es más, quiero que pases casi todo el tiempo tumbada.

Karol sabía que debía apartarse de él, pero la virilidad de ese hombre la embriagaba.

–Naturalmente, me acostaré contigo para hacerte compañía – susurró Ruggero con voz ronca y grave.

Karol se estremeció de placer. El sentido común le dictaba que se apartara de él; pero cuando Ruggero bajó el rostro para besarla, solo fue capaz de abrir los labios para recibir el beso.
Ruggero le acarició los labios con los suyos y Karol se sintió derretir. Quería que volviera a poseerla, eso era innegable. Pero así no iba a mantener las distancias con él, le advirtió la voz de la razón.

Se había prometido a sí misma no sucumbir a los encantos de ese hombre. No obstante, había visto sufrimiento reflejado en el rostro de él al mirar el retrato de su abuela, cosa que la había enternecido.

Deseos Saciados {Adaptación/Ruggarol}Where stories live. Discover now