Capítulo XXXIX

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—Ya sabéis cuál es el precio de viajar en el tiempo.

El lugar donde residía Kayros no era un lugar físico. Aunque habían aparecido en una especie de jardín laberíntico donde los esperaban Hermes y Tatiana, en cuanto atravesaron un arco de árboles en flor todo desapareció. No existía espacio, ni tiempo, todo estaba mezclado en un solo lugar etéreo. Había cielo y también tierra, el paso de los días y las horas variaba de lento a rápido, de minutos a años, pasando todas las estaciones, tal vez, en un solo minuto. Los pájaros volaban al revés y al derecho, morían naciendo y nacían muriendo, terminando su vida en un huevo y comenzándola del polvo. Los animales surgían de la tierra para ir de la vejez al seno de sus madres, y el proceso podía durar horas, minutos o años. Había montañas pequeñas que se erosionaban en segundos a su alrededor, nubes que tardaban en pasar y otras que iban tan rápido que parecían tener prisa. Las flores se cerraban y se abrían al son del sol, el cual amanecía cuando quería y se ponía a su antojo. La luna, a veces, no salía de noche, y decidía hacerle una visita al sol, cerca de él como si no existieran miles de años luz entre ambos. Las estrellas podían estar tan lejos como solían recordarse, o tan cerca como lo podía estar la luna.

Nadie podía predecir cuánto tiempo transcurría allí en realidad, y uno podía visitar a Kayros y pasar el resto de su vida en un solo instante. Para un dios, bien podía pasarse un par de siglos o unos pocos segundos.

Hermes y Zeus, a sabiendas de ese detalle, se habían asegurado de que el tiempo no influyera en el cuerpo de las dos jóvenes humanas, pues, de lo contrario, podrían envejecer delante de sus ojos en cuestión de segundos.

Así que como el tiempo era tan relativo, no pudieron deducir cuánto tardaron en encontrar a Kayros. Pero cuando lo hicieron, Zoe estuvo segura de que aquel que se acercaba era él.

El dios del tiempo era algo fuera de lo común. Muy alto y delgado, con un cuerpo no demasiado atlético cubierto por una túnica simple con capucha de color castaño. Carecía por completo de cabello, algo que pudo comprobar al no llevar la cabeza tapada con la capucha. No era viejo, ni un adulto tampoco, en realidad Kayros parecía más joven que ella, no debería aparentar más de dieciocho o diecinueve años. Sus rasgos faciales eran anchos, con una mandíbula cuadrada y pronunciada y una nariz chata y gruesa. No tenía el puente de la nariz muy pronunciado, en realidad, apenas tenía. La boca era grande con gruesos labios y unos dientes blanquísimos que dejó ver cuando esbozó una extraña sonrisa. Sus ojos eran grandes y muy expresivos, de color violeta iridiscente. Y toda su piel estaba llena de letras, símbolos y números. Algunas palabras en castellano actual, otras en catalán antiguo, otras en griego, en árabe, en francés, en ingles... Todos los idiomas antiguos, presentes y futuros gravados en negro sobre su piel tostada. Siglos y fechas, también en negro, se mezclaban con las palabras, formando un tatuaje apenas visible gracias al tono oscuro de su tez. En realidad, podían verse mejor gracias a que la tinta con la que estaban escritas parecía estar todavía húmeda, por lo que brillaba un poco gracias a los destellos simultáneos del sol, la luna, o ambos.

Zoe se había quedado de piedra ante el aspecto del dios del tiempo.

—Lo sabemos, y estamos dispuestos a entregar lo que pides si las devuelves a su época —aseguró Zeus solemne.

Zoe nunca había escuchado hablar a Zeus con ese respeto, pues había creído que él era el más poderoso de todos y no necesitaba inclinarse ante nadie. Por eso supo que ese dios no era uno cualquiera, y entendió entonces por qué le habían dicho en una ocasión que Kayros podría ser el rey de los dioses si así lo quisiera.

—¿Vas a entregarme tu divinidad? Me sorprendes, Zeus —dijo Kayros divertido.

El dios estaba de pie a orillas de un río que atravesaba un enorme desierto. El paisaje había cambiado desde que habían llegado allí, al principio se trataba de un bosque con montañas alrededor, luego surgió el río, donde encontraron a pies de él a Kayros. Finalmente, el bosque fue sustituido por arena y más arena hasta convertirlo todo en un desierto.

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