Capítulo XXIV

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Olinto estaba desierto. Cualquier vestigio de vida había quedado aplacado por las sirenas, y Zoe estaba asustada e indignada. ¿Cómo había podido llamarla por el nombre de la diosa? Acababan de darle la noticia bomba y lo primero que hacía Hermes era llamarla Hera. ¡Hera!

Las piernas empezaban a dolerle de tanto andar. Llevaba caminando un buen rato, y con los altibajos y las irregularidades del terreno era mucho más complicado mantener el ritmo. Sin embargo, no se detuvo. Siguió avanzando hasta que llegó a una especie de establo. Al parecer, a las sirenas no les interesaban los animales terrestres, pues no habían tocado un pelo de las cabras y mulas que había allí dentro. No recordaba en qué momento había comenzado, pero estaba llorando. Las lágrimas corrían por sus mejillas sin descanso y recordó lo que hacía en su casa cuando se sentía de ese modo. Cuando murieron sus padres, ella fue la única en la que su hermana podía confiar, así que no se había permitido derrumbarse. Al pensar en sus padres, Zoe no pudo evitar considerar la idea de que Hermes fuese el culpable de todo. Él había estado vigilándola durante mucho tiempo y era posible que se hubiese relacionado con su familia. Al fin y al cabo, se había hecho pasar por el hijo de los amigos de sus padres. Estaba segura, a esas alturas, de que él había planeado todo para que pudiera sustituir a su Hera para siempre. ¡Maldito egoísta!

La rabia la inundó de nuevo y se decidió por entrar en el establo. Sí, ese era un lugar tranquilo. Los animales no actuaban con maldad, eran puros e inocentes. Se acercó a una ovejita pequeña, que avanzó hacia ella a trompicones. Su madre estaba durmiendo en un rincón con otras tres ovejitas más, pero esta en concreto, blanca con manchitas negras, se acercaba curiosa hacia ella. Zoe miró a derecha e izquierda hasta que encontró un cuenco con leche. Llegó hasta él, lo cogió y se lo ofreció a la pequeña oveja. No tardó en acercarse al recipiente, bebiendo contento. Al poco rato, las otras despertaron y, celosas al ver cómo comía su hermana, se acercaron y empezaron a pelear para ver quién comía antes.

—Vamos... que hay para todas... —susurró Zoe, mirándolas con ternura.

Su mirada se desvió hacia una vaca que había en uno de los establos. Ojalá supiera muñirla, pero no tenía ni idea. Por suerte, en cuanto la idea pasó por su cabeza, descubrió un cubo de madera al lado del animal. Se acercó con cautela y miró el interior. Sí, estaba lleno de leche hasta el borde. Sonrió para sí y lo recogió del suelo. Luego buscó alguna cosa más amplia donde verter la leche, cualquier cosa. Finalmente se decidió por la tapa de uno de los cubículos donde guardaban el agua. Puesto al revés, era lo suficientemente grande como para que las pequeñas no se pelearan.

Una vez puesta la leche, las ovejitas se acercaron y empezaron a beber con desesperación. Al poco tiempo, Zoe acariciaba a una de las pequeñas mientras comía y, minutos más tarde, dos de ellas se quedaron dormidas justo a su lado. Las otras tres apuraron la leche para luego tumbarse al lado de las otras dos, intentando encontrar el calor que les faltaba. Zoe acarició con ternura las cabecitas de las ovejas. Observó con atención la blanca con manchitas negras, la única diferente entre las otras blancas, y no pudo evitar compararse con ella. Zoe era como esa oveja, una con manchas negras entre muchas blancas. Una humana... fingiendo ser una diosa.

—Me ha costado encontrarte...

Zoe no se inmutó. Cuando escuchó la voz del dios ni siquiera se sorprendió, sabía desde el principio que en algún momento llegaría, que tendría que regresar a la realidad, a pesar de que unos días atrás había pensado que todo aquello era una fantasía.

Escuchó los pasos de Hermes avanzando hacia ella, pero sus manos no detuvieron las caricias en la pequeña cabecita del animal.

—No estoy escondiéndome.

Hera Donde viven las historias. Descúbrelo ahora