Capítulo VII

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Cuando abrió los ojos supo que había muerto y estaba en el paraíso. No podía tratarse de otra cosa. El lugar que tenía frente a sus ojos no existía en el mundo real.

Desorientada, se levantó del suelo y miró a su alrededor. Un hermoso jardín se alzaba ante ella. El más bello y extenso que pudiera llegar a imaginar. La vegetación se extendía perdiéndose en el horizonte. La hierba verde —de un tono fuera de lo natural—, daba paso a millones de manantiales, de los que parecían brotar joyas ante un agua tan cristalina. Los árboles, como expertos decoradores, poseían millones de colores y sabores, cada uno de un fruto distinto, mezclándose con varias estaciones del año. Algunos todavía estaban en flor, y otros, ya tardíos, dejaban caer sus hojas secas. Cada uno individual, estancado en una estación distinta. Zoe pudo ver un manzano lleno de frutos maduros, y justo al lado un castaño lleno de sus espinosos manjares.

A la par que los árboles, entre ellos habitaban millones de animales diferentes y de distintos puntos del planeta. Cebras, pingüinos, ciervos, cigüeñas, avestruces, elefantes, osos polares... No importaba qué época fuese.

Del mismo modo que las épocas del año, ocurría igual con las zonas del mundo. En ese jardín inmenso podías encontrarte tanto una jungla atestada de plantas y humedad, como un desierto seco y caluroso.

Abriendo los ojos de par en par, convencida ya de estar soñando de nuevo, Zoe alzó el rostro hacia el cielo. Las nubes iban de las más blancas y esponjosas, a las oscuras proclamando tormenta; altas invadiendo todo el cielo o tan bajas que parecían nieve. Ninguna de ellas parecía querer permanecer quieta. Se desvanecían y reaparecían a placer en perfecta sincronía. Como si estuvieran ensayando una coreografía.

No sabía si sentirse asustada o maravillada. Ambas sensaciones parecían invadirla por completo. Lo que sí sabía era que quería salir corriendo, ya fuera por miedo o por un deseo incontrolable de libertad ante lo que tenía delante.

Estaba mareada, pero había algo en su interior que la obligaba a mirar. Abrir los ojos y absorberlo todo. No recordaba la última vez que se sintió así. Su mundo se había vuelto gris. No había nada que considerara emocionante. Nada que la motivara. Nada que la hiciera abrir los ojos. Pero ese lugar... Sentía su corazón acelerarse solo por el impulso casi incontrolable de querer coger esos frutos y probarlos. De correr con los pies descalzos por esa verde pradera. Tumbarse sobre la arena del desierto para ver el cielo. Contemplar las estrellas o intentar descubrir el secreto que el sol y la luna parecían compartir cuando coincidían en el mismo cielo. Uno que ya no debían ceder, sino compartir.

La euforia terminó deprisa al percatarse de la presencia de su único acompañante. Bueno, tenía que haber pegas en el paraíso, ¡claro!

—Bienvenida a tu regalo de bodas y a tu lugar favorito: El jardín de las Hespérides.

Zoe parpadeó dos veces. Vale. No era diferente a la vez anterior que había soñado con él. El paisaje era distinto, pero seguía con la misma historia. O eso suponía, porque el nombre de ese jardín poco le decía. Tal vez lo que ese tal Hermes le había dado en la biblioteca era algún tipo de droga muy potente. Porque lo que tenía delante de ella parecía muy real. Claro que el precipicio y el templo también lo habían parecido. Quizás estaba muerta. Si ese era el caso y se encontraba en el cielo, le parecía esta una broma de muy mal gusto. ¿Quién había decidido que la mitología griega era el lugar perfecto para pasar su eternidad? O tal vez estaba en coma. También podía ser. Lo único que estaba claro era que ahora estaba allí. Y no veía ningún modo cercano de escapar.

Como escapar, acudir a la lógica y a la razón no servían de nada, decidió emplear otro método. Tragó con fuerza antes de mirar de nuevo a Hermes y contestar con la única pregunta que se le ocurrió formular.

Hera Donde viven las historias. Descúbrelo ahora