Sin más remedio, lo hicimos. La Torre de Construidos resaltaba entre las demás por ser más alta, clara y ubicarse en el centro. Nos acogió un vestíbulo sin más ornamentaciones que un par de antorchas para alumbrar en la noche y banderas con los blasones de las dinastías.

Los apellidos de los clanes no se relacionaban por el azar del destino, sino que los fundadores cambiaron los suyos a la hora de crear los clanes y cada uno seleccionó uno que representara a su dinastía junto con los emblemas.

Yo me adelanté y me concentré en las escaleras en espiral.

―Mientras que el primer piso es suyo, el resto es de sus hermanos. Les recomiendo que no los visiten tan a menudo. Puede que sean su familia, pero aquí también pueden convertirse en la competencia ―advirtió Maureen, 433, o como fuera.

Era cierto. Cada dinastía quería que su hijo fuera el líder de los líderes, pero, ¿qué pasaba cuando tenían más de un heredero?

El juego ya no era solo contra los otros, sino contra ti mismo.

Obedientes, subimos al segundo piso. La luz del sol proveniente de los balcones iluminaba el largo pasillo. Veloz, Maureen procedió a comunicarnos la ubicación de la recámara que le correspondía a cada uno. Evité la mirada de todos. Cuando el último desapareció, mi atención capturó un corredor alterno cuya entrada estaba cubierta por cortinas y aquel secretismo me incitó a averiguar el motivo.

―¿Qué hay allí? ―interrogué curiosa.

―No puedo decirle. Además, usted al igual que el resto de los herederos, tiene prohibido transitar por pasillos no autorizados sin compañía oficial. Lo siento ―respondió 433.

—No se disculpe. Siempre es lo mismo.

—No debería serlo.

Aquel comentario ligero me gustó. En teoría, no había regla que impidiera que perdiera la formalidad con los nacionalistas y proseguí.

—Oye, ¿está bien si te llamo Maureen? —le pregunté con recato.

Ella enmarcó el atisbo de una sonrisa afable, aceptando el trato informal.

No era necesario que los Construidos trataran de usted a los nacionalistas.

El suspiro que planeaba soltar se atoró en mi pecho al voltear a las puertas de mi alcoba. Dos guardias rojos estaban parados, protegiéndolas, y uno de ellos era el que me acompañó durante el juramento de sangre.

—Estos son tus guardaespaldas —presentó Maureen antes de que yo dijera algo—. No te preocupes, intervendrán si es exclusivamente necesario. No notarás que están por ahí.

Un poco tarde para eso.

Con ese pensamiento, me adentré allí una vez que me cedieron el paso.

Al recorrerla me pareció cómoda y simple. Carecía de una decoración particular. En el centro había una cama con dosel y dos muebles en las esquinas a juego. Las paredes estaban tapizadas de un color verde, sin embargo, el papel tapiz parecía estar rasgado en una parte casi invisible detrás del armario que se encontraba cerca de la puerta: una imperfección. Ignoré el detalle y abrí el ropero de madera oscura.

Antes de venir, mis progenitores enviaron los elementos personales que yo pudiera requerir de mi hogar, lo demás tan solo tenía que pedirlo. Dentro hallé varias prendas: vestidos verdes típicos del clan Aaline, atuendos blancos destinados a ceremonias y trajes de entrenamiento físico. Mi vestuario debía ser sobrio, aunque realmente no me importaba. En una semana habría otros atavíos.

Y ya no usaría un velo. En mi casa tuve el permiso de andar sin uno en presencia de mis familiares y uno o dos nacionalistas de confianza, pero el resto del tiempo oculté mi rostro tras varias versiones de velos desde temprana edad. Fue una maldición y la rompí. Tiré el último sin demoras. Lo bueno era que ahora las personas podían mirarme a la cara y contemplar mis fabulosas expresiones al decirles lo que merecían oír, y gozaría del sol o el viento sin culpa alguna.

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