La historia de mi compañera de Baile

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Nunca olvidaré esa sensación de vacío, felicidad, tristeza y éxtasis —todos juntos al mismo tiempo— que me dio cuando la vi. ¿Por qué será que llegamos a sentir simultáneamente eso por una persona? Porque solemos tener la ingenuidad de quererla sin tenerla y antes de tenerla ya tenemos miedo de que se vaya. No puedo encontrar otra explicación a lo que me ocurrió con ella esa noche en la fiesta. Yo llevaba ya varios minutos esperando en la puerta del local, dando la bienvenida a los que iban llegando. Justo cuando creía que no iba a venir, un taxi se estacionó y pude verla desde la ventana en el asiento trasero. No venía sola y, aunque reconocí a su madre y a su hermana, mi atención se la llevó ella por completo. Me quedé quieto, contemplando cómo el momento que había esperado durante todo el día se estaba haciendo realidad. Al verme sonrió como siempre: como si fuera la primera vez que lo hacía. «Calma, Heber —pensé—. ¿Realmente estás enamorado?», pero no me atreví a darme una respuesta. Inmediatamente, un fragmento de la canción de James Blunt llegó a mi pensamiento. «I saw an angel». En aquel breve lapso que duró su caminar hasta donde yo estaba, me pregunté si acaso no era una especie de traición que me hacía el pensar en esa canción justo en ese momento, cuando antes la había pensado por otra persona. Comprendí entonces que la magia que una canción transmite para hacerte sentir algo es increíble, pero que sientas algo para luego pensar en una canción lo es más. Tomé su mano y la saludé con un beso, de esos que se dan por formalidad, más porque estaba bajo la mirada de su madre que por falta de redaños. Luego me las presentó y saludé a la señora y su hermana, que conformaban un elegante trío de mujeres vestidas de luz y noche. Un instante después, procedí a escoltarlas hacia el interior.

La noche comenzó a demandar parejas a la pista. Varios ya habían salido cuando fui a verla para hacerle compañía, aprovechando que estaba sola. Me quedé a su lado, contemplando el roce de luces que acariciaba sus mejillas y su cuello. Estaba preciosa, maldita sea. Preciosa. Un vestido negro que dejaba sus hombros desnudos y que le llegaba a medio muslo la ceñía. «No bailas, ¿verdad?», me preguntó, para luego asumir mi silencio como respuesta.

Después comenzó a bailar, primero con su hermana, luego con un compañero. Más de uno se me acercó a pedirme que la sacara a bailar; a más de uno le di la misma respuesta. No dudaron en atribuirme calificativos indeseables, pero eso ya me lo esperaba; en todas las fiestas a las que he ido ha sucedido lo mismo y aun así nadie nunca llega a entenderme. Sólo me quedaba mirarla. Por cada paso que daba, yo la demandaba en mi vida; por cada movimiento que articulaba, me clavaba un puñal a mí mismo; un baile suyo era una tortura mía; así, por cada canción que bailaba, yo la tocaba en mi mente y la perdía al mismo tiempo. Me invitó a bailar dos veces seguidas y rechacé ambas. Sabía que ella lo entendía pero a la vez tenía claro que quien también debió entenderla era yo. Se dirigió nuevamente al centro del salón para que todos los focos del mundo (y con esto me refiero a mis propios ojos) apuntaran a ella. A veces me pregunto si en realidad es la música la que se mueve a tu ritmo cuando bailas, pensé. Me sentí inexplicablemente feliz por saber que estaba ahí y algo me decía que eso debía ser suficiente. La veía bailar y deseé tanto ser yo aquel. Deseé tanto poder. Deseé tanto atreverme. Cuánto tiene que sacrificar un hombre con tal de mantener una moral. Cuántas derrotas caben en un solo baile. Cuántos tragos amargos. Cuántos.

La vi caminar de vuelta hacia alguna parte del salón. Y mientras lo hacía, no le quitaba los ojos de encima. Ya no me cabía duda de que la ternura y el deseo se habían fundido para darle forma a su cuerpo. Minutos más tarde se acercó a la mesa que compartía con otros amigos. Le ofrecí algo de Coca Cola, que era lo único que yo había ingerido en toda la noche. Ella negó la invitación, lo mismo para el vodka. Entre pláticas dejamos que los minutos desfilasen hasta que vi el reloj y decidí que tenía que irme. Antes de que lo hiciera, me tomó de la mano, invitándome a bailar, por enésima vez. «Tengo que irme», fue lo último que le dije antes de besarla en la mejilla.

La dejé ahí, compartiendo mesa con mi maldita intransigencia.

Las luces borraron mi sombra. Su sonrisa se fundió en mi memoria. Más de un compañero insistió en que me quedara aunque sólo fuera por esa noche. Y lo hubiera hecho, pero no lo hice. Mientras me alejaba de ellos, intenté borrar la imagen de sus ojos acusadores, evadir la voz de mi conciencia martilleándome las sienes, que me impedían llegar a la puerta de salida sin arrepentirme más de una docena de veces de haberla dejado ahí.

Afuera las calles estaban desiertas. Pistas sin vehículos, casas sin luces, yo sin ella. El frío me atenazaba los huesos, pero los minutos también corrían. Y mientras yo me llevaba su imagen a casa, la música que aún sonaba en mi cabeza se llevó mi rastro.

Llegué a casa con frío y me dirigí a la cocina para tomar algo caliente. Después me metí bajo las sábanas, todavía incapaz de apartar su nombre de mi mente. Para cuando me volví a hacer esa pregunta, ya tenía la respuesta: «Sí, estoy enamorado». Quise repetírmelo hasta creerlo. Porque lo necesitaba. Necesitaba creer que todo lo que había sentido por ella durante el baile era real. Aquella noche soñé que volvía a verla. Ahí sí me atrevía. Ahí no me importaba otra cosa. Y deseé que todo fuera tan fácil como en los sueños.

CRUCE DE CAMINOS (CrossRoad)Where stories live. Discover now