—No soy un tramposo. Soy prestidigitador. Todo lo que sé lo he aprendido de ti —argumenta. Las manos de Liam rebuscan bajo la chaqueta y el chaleco, le palmean las piernas y los costados. Elliot se echa un poco hacia adelante para pegarse a él—. ¿Te diviertes?

 Liam le aparta con delicadeza. Qué muchacho éste. No tiene remedio.

 —Qué mentiras dices. —Al fin, encuentra lo que estaba buscando. Saca las manos de debajo de su ropa y le muestra los dos relojes, la pulsera y el monedero ajeno que ha hallado entre sus ropas—. Yo no te he enseñado a robar.

 Liam frunce el ceño, decepcionado. No le gustan estas cosas. Elliot sigue haciéndose el tonto. Se pega a la pared y niega con la cabeza, fingiendo sorpresa.

 —¿Robar? Te aseguro que no sé cómo ha llegado eso hasta mi ropa.

 —Elliot. Hablo en serio. No es la primera vez. Llevas haciéndolo desde que empezaste a venir conmigo, ¿es que crees que no me doy cuenta?

 El joven desdibuja el gesto de asombro y se muerde el labio disimuladamente, desviando la mirada. Sigue habiendo altivez en su expresión y un poco de rencor. No le gusta que le hayan pillado, es un chico orgulloso.

 —¿Y qué quieres que haga mientras tú estás ahí, en medio de todos, poniendo en práctica tus trucos malos de feriante? —le replica, levantando la barbilla—. Me aburren. Me aburres tú. Y me aburre la gente.

 Liam sabe que no lo dice en serio. Sabe que sólo está enfadado porque le ha pescado y porque él le está regañando. Pero aun así, le fastidia que le trate de ese modo. Tras un primer instante en el que se tensa y siente deseos de mandarle a lugares que un hombre bien educado como él nunca pronunciaría, suspira hondo y hace acopio de paciencia.

 —Si esto no es lo que esperabas, puedes irte cuando quieras —le dice. Luego le señala con el dedo—. Pero si vas a quedarte conmigo, ni se te ocurra volver a hacerlo. No está bien hurtar propiedades ajenas. Y mucho menos aprovechándote de la distracción que reporta mi trabajo. Si haces eso, conviertes lo que hago en una estratagema, en una estafa. Y no es eso lo que es. ¿Qué crees que pensarán los que han acudido al espectáculo cuando lleguen a sus hogares y se den cuenta de que les faltan algunos de sus objetos personales?

 —No lo sé. No seas tan mojigato, ¿qué más da lo que piensen los demás?

 —Pues todo, Elliot —replica Liam, súbitamente apasionado—. ¡Todo! El ilusionismo es el arte que más depende de los espectadores. Nace para ellos, existe por ellos. Una canción es una canción aunque nadie la escuche. Una escultura es una escultura. Pero un truco sin un espectador no es más que una repetición mecánica de movimientos. La magia, la verdadera magia, cobra vida cuando hay alguien que queda boquiabierto ante ella. Cuando hay espectadores a los que sorprender con lo desconocido, a quienes hacer vibrar con el misterio. La esencia del ilusionismo consiste en fascinar al público, mostrarle prodigios que, aunque puedan no ser tales para aquel que los realiza, devuelven al hombre su capacidad más filosófica y primitiva: la de asombrarse con todo cuanto les rodea, la de preguntarse por qué las cosas suceden como suceden, la de maravillarse ante el mundo. Si desvirtúas eso utilizando los espectáculos para… para robar como un vulgar ratero, estás matando la magia. Y lo que es peor, la estás matando en ellos. ¿Comprendes?

 Elliot parpadea. La expresión de dignidad ofendida se ha borrado de su semblante y ahora parece reflexionar. Arruga el entrecejo y saca un último reloj de bolsillo, uno que Liam no había encontrado y llevaba oculto en la ropa interior. Se lo da.

 —Lo comprendo.

 Liam asiente con la cabeza, un poco sofocado tras su fervoroso discurso, y lo guarda con todo lo demás.

Flores de Asfalto II: La SalamandraWhere stories live. Discover now